EL CLUB: PABLO
El camarero se acercó
con el postre que los dos comensales iban a compartir. Era un
muchacho de aproximadamente la misma edad que el más joven de ellos,
de estatura mediana y cuerpo robusto, y Pablo, que así se llamaba el
cliente de menos edad de la mesa, no dejó de notar como su maduro
acompañante recorría al empleado con la mirada mientras servía los
platos y recogía los anteriores. El caballero sonreía mientras
repasaba con la mirada las nalgas del muchacho, abultadas y
apetitosas bajo un pantalón de uniforme que le quedaba un tanto
estrecho, y que se perfilaban y dibujaban todavía mejor al
inclinarse este sobre la mesa.
Pablo creyó ver una
mirada suspicaz en el camarero, que tal vez notara que le estaban
observando y estuviera empezando a pensar que el caballero maduro y
el joven que compartían mesa y postre no eran padre e hijo ni jefe
ni empleado, sino que el vínculo que les unía era más
inconfesable. Él había sido camarero también, tal vez tuviera que
volver a serlo en algún momento, y conocía los chismes y las
elucubraciones sobre las vidas de los clientes con los que los
compañeros amenizaban a veces los turnos. No pudo evitar echar una
ojeada a su alrededor con el temor de que otros clientes le
estuvieron mirando y tal vez juzgando, aunque se alegró por otro
lado al darse cuenta de que, pese a todo, se sentía mucho más
relajado en aquella cita, la segunda con un cliente del club, con
respecto a la primera vez que un caballero le llevaba a cenar a un
restuarante. No obstante, su inquietud no pasó desapercibida ante su
interlocutor.
- ¿Qué te preocupa, nene?
- Nada, señor.
La sonrisa paternalista
del hombre le desarmó.
- ¿Recuerdas la primera norma que te dije que tendrías que respetar? Primero enseñar más esa bonita sonrisa que tienes …. eso está mucho mejor. Y luego decirme la verdad.
- Gracias, señor. Le agradezco que me haya invitado a cenar en este restaurante, es muy bonito. Es usted muy amable y yo espero estar a la altura.
- ¿Qué te inquieta nene? Pregunta lo que quieras.
- Gracias, señor. Esto …. es sobre mi castigo. Supongo que va a azotarme.
La voz le tembló
ligeramente al decirlo; al hablar de castigo y de azotes recordó
como el caballero le había manoseado las nalgas desnudas en el hall
del club mientras comentaba con aprobación su suavidad y lo aptas
que resultaban para ser azotadas; en ese momento volvió a sentir la
misma turbación, mezcla de miedo y de deseo.
- Naturalmente, nene. Te estás preguntando si tu castigo va a ser severo, ¿es eso?
- Sí, señor. Si va a azotarme severamente, áteme bien para que no pueda escapar ni interrumpir el castigo.
- No te preocupes, he dominado a muchos chicos antes y sé lo que tengo que hacer.
- Por supuesto, señor. Disculpe, señor.
El caballero sonrió
contento de la obediencia y la sumisión del joven, que es lo que iba
buscando cuando visitó el club aquella tarde.
- Eres un encanto, nene. Creo que voy a estar muy satisfecho contigo.
- Gracias, señor. Espero que así sea.
Salvo que tuviera algún
compromiso profesional que lo impidiera, el caballero acudía a
relajarse al club todos los viernes por la tarde. Le encantaba la
atmósfera morbosa y un tanto decadente que le daban las piezas de
anticuario que componían la decoración y el código estricto de
ropa, tanto para los clientes como para los chicos contratados por la
dirección para entretenerles. La tarjeta de miembro permitía el
libre acceso al vestuario del local, donde una amplia gama de trajes
de todas las tallas estaban a disposición de sus usuarios, puesto
que la ropa informal no estaba permitida en el interior. Los
caballeros del club, según el ideario del local, eran representantes
del orden patriarcal y debían vestirse y comportarse como tales. Un
atractivo joven servía de ayuda de cámara para quienes tuvieran
problemas con abrocharse el nudo de la corbata o para asesorar a los
señores con menos experiencia. Nuestro caballero, que no carecía de
cierta coquetería, se encontró cómodo y elegante con un chaleco y
pantalón a juego. Dado que se acercaba el verano, la etiqueta se
relajaba y se permitía ir en mangas de camisa, siempre que esta
fuese blanca y acompañada de corbata. Tras dejar su ropa de calle en
custodia del ayuda de cámara, y echar un buen vistazo a su
interesante trasero mientras se alejaba, se adentró en las
dependencias del club.
Los caballeros bebían
café o licores mientras leían tranquilamente el periódico,
charlaban o jugaban a las cartas en los salones decorados por grandes
tapices y bibliotecas de clásicos literarios. Los teléfonos móviles
estaban prohibidos en el interior para aumentar la sensación de club
victoriano y solo un ordenador en un lateral, para quien necesitara
hacer alguna consulta en Internet, recordaba a los presentes que no
habían dado marcha atrás en el tiempo hasta el siglo XIX.
Naturalmente el club era exclusivamente masculino, y la edad mínima
requisito para ser miembro era elevada; el rol de los chicos jóvenes
era el de servir y complacer a los hombres de mediana edad, maduros y
hasta ancianos que ocupaban las instalaciones.
Pero el club era algo más
que una curiosidad vintage que reproducía las sociedades
decimonónicas para caballeros y los motivos que impulsaban a nuestro
hombre a visitarlo cada semana se insinuaban en unas extrañas
banquetas que se podían ver en todas las habitaciones y en una
especie de paragüeros que, si uno reparaba atentamente, descubría
que no cobijaban paraguas sino varas y sacudidores de alfombras. Pero
la peculiaridad del club solo resultaba evidente en una habitación,
que recibía el nombre de hall, y al que los caballeros pasaban
invitados por Martín, el más mayor de los miembros del staff
visibles por los clientes, aunque apenas rebasaría los 35 años.
Tras saludar cortésmente
e intercambiar unas breves palabras con otros miembros del club,
nuestro caballero, al que no le gustaba socializar más de lo
imprescindible para no ser considerado huraño, buscó a Martín, que
le agradaba mucho por su cordialidad y su discreción, además de ser
muy guapo. De hecho, era uno de los pocos hombres de más de 30 años
cuyas nalgas merecían su atención y su contemplación. Se entretuvo
de hecho observándolas, bien ceñidas por un pantalón de franela,
hasta que este, que daba indicaciones a uno de los jóvenes
sirvientes del local, se dio la vuelta y le saludó inclinando
ligeramente la cabeza con respeto.
- Buenas tardes, Martín.
- Buenas tardes, señor. Encantado de verle. ¿Me buscaba? ¿Desea pasar al hall?
- Hoy he venido más temprano de lo habitual, espero que haya algún chico disponible.
- Como sabe, muchos se incorporan algo más tarde, pero ha tenido usted suerte; en estos momentos se encuentran tres chicos allí y creo que serán de su agrado.
- Estupendo, me encantaría echarles un vistazo.
- Con mucho gusto, señor.
El caballero siguió a
Martín, disfrutando durante el breve trayecto hasta la puerta de la
contemplación de un culito que de buena gana acariciaría. De hecho
alguna vez había visto a algún cliente más pícaro dar algún
azote cariñoso al encargado del hall, al que este respondía con su
cordialidad habitual, sin tomar la palmada como un abuso de confianza
pero al mismo tiempo sin animar tampoco al cliente para que volviera
a hacerlo.
Martín dio vuelta a la
llave e invitó al caballero a entrar en el llamado hall. En él se
encontraban tres jóvenes que se pusieron rápidamente en posición
al oír girar la llave y el pomo de la puerta. Con las manos en la
nuca, la cabeza baja mostrando sumisión ante su visitante y
vistiendo el uniforme que llevaban todos los sirvientes en el club:
chaleco, camisa blanca, corbata y pantalones cortos. De hecho, solo
el pantalón largo distinguía a Martín de los muchachos más
jóvenes al servicio de los caballeros de la sociedad.
- Buenas tardes, chicos. Tenemos a un caballero que quiere echaros un vistazo.
- Buenas tardes, señor. Respondieron casí al unísono.
- Hola, chicos.
El caballero se acercó a
los jóvenes y los observó con detenimiento. Le encantaba la
variedad de chicos que le ofrecía el club; jóvenes de diferentes
rasgos, razas y fisonomías que estaban dispuestos a obedecerle y
satisfacerle. Sin aparentarlo, Martín se esforzaba en conocer
rápidamente los gustos de cada cliente y no se equivocó al suponer
que los tres jóvenes disponibles le parecerían interesantes. De uno
de ellos había disfrutado el viernes anterior; Massar, un muchacho
de origen africano. Su piel completamente negra le resultó un reto
inicialmente, puesto que, como siempre, se proponía propinar una
larga azotaina al joven que eligiera y le gustaba disfrutar del
enrojecimiento de sus nalgas, un espectáculo solo visible en chicos
de piel pálida. Sin embargo, sus redondas, carnosas y perfectas
nalgas de ébano le habían seducido hasta el punto de probar una
nueva experiencia, que había sido estupenda gracias a la exquisita
sumisión de Massar. De hecho el negro aún más intenso que tomaba
el trasero después de los azotes, en contraste con el blanco
instantáneo que surgía en el momento del impacto de la vara y
desaparecía inmediatamente, fue un estupendo descubrimiento.
Los otros dos jóvenes
eran desconocidos pero se veían interesantes, más aún ante la
descripción de Martín.
- A Massar ya le conoce y no necesita presentación. Aquí tiene a Pablo; si le gustan los pelirrojos pecosetes y los chicos de al lado, es una buena opción. Como ve, nunca ha pisado un gimnasio y tiene un cuerpo casi aniñado; si prefiere los chicos musculados, aquí tiene a Bruno, un granujilla al que le encanta perfilar su cuerpo. Pero a mí lo que más me gusta de él es su pelo rizado.
Se lo acariciaba mientras
lo decía. El caballero encontraba igualmente apetecibles a ambos
muchachos, cada uno en su estilo.
- Daos la vuelta para que el caballero os pueda ver bien, chicos.
Así lo hicieron y el
caballero observó como la espalda de Bruno era la más ancha pero
sus nalgas no acababan de llenar el pantalón, a diferencia de las
redondeces que abultaban el de Massar. El culito de Pablo, por otra
parte, no parecía tan plano como se habría podido pensar viéndolo
por delante. Para tomar la decisión, no obstante, sería preciso ver
y tocar algo más.
- Efectivamente, los tres son estupendos, Martín. ¿Sería molestia verlos desnudos a los tres?
Sabedor de que estaba
ante un buen cliente, el encargado no dudo en concederle el deseo.
- Naturalmente, puede ver y tocar cuanto desee, yo le ayudaré. Quietos, chicos; así, muy bien.
Los jóvenes estaban
instruidos para no inmutarse y mantener las manos en la nuca y la
cabeza baja mientras los desnudaban. El caballero desabrochó el
botón del pantaloncito de Pablo y lo bajó hasta la altura de las
rodillas. Tras contemplar brevemente los calzoncillos blancos de
algodón tradicionales que usaban los empleados del club, recordó
las quejas de algunos miembros de que los muchachos llevaran ropa
interior. Sintió lástima de que no supieran disfrutar del gran
placer de bajarle los calzoncillos a un joven guapo y sumiso. Así lo
hizo, y para su deleite apareció ante él un culito pequeño pero
marcado, redondito y muy apetitoso. Mientras Martín le ayudaba
desnudando a Massar y permitiéndole contemplar sus nalgas perfectas
y macizas, el caballero se encargó de Bruno, cuyos calzoncillos
blancos rápidamente bajaron hasta las rodillas como los de sus
compañeros.
La visión de los tres
deliciosos traseros desnudos, disponibles ante él para que eligiera,
le hizo sentirse el hombre más afortunado del mundo.
- Precioso paisaje de nalgas, ¿verdad? Los tres culitos han sido traviesos y necesitan azotes. Y por supuesto, además de para ser azotados y atados, todos nuestros muchachos están adiestrados para satisfacer a los clientes oralmente y para ser penetrados analmente, como bien sabe. Ni Pedro ni Bruno son ninguna excepción. Y si le cuesta decidirse, recuerde que tiene la opción de llevarse a dos chicos a la vez y en el segundo le haríamos un descuento del 30 %.
El caballero comprobó la
textura de los traseros que le ofrecían. A pesar del placer de
volver a tocar el culo firme de Massar, la suavidad de las nalgas de
Pablo inclinaron su decisión.
- Gracias pero disfrutaré de Pablo a solas, me encantará azotar esta piel tan suave. Me gustaría sacarlo antes a cenar.
- Muy buena decisión, señor. El muchacho es muy educado y obediente y le hará una estupenda compañía durante la cena. ¿Lo castigará después en su casa o utilizará nuestras instalaciones?
- Muchas gracias, si tienen habitaciones libres me lo traeré de vuelta al club.
- Perfecto, señor, a partir de ahora ya es todo suyo. Y vosotros dos ahí quietos porque creo que llaman a la puerta.
Efectivamente uno de los
sirvientes avisaba a Martín de que otro caballero esperaba para
entrar en el hall. Tras ser invitado a entrar, resultó ser un
conocido de nuestro amigo, al que saludó afectuosamente y felicitó
por la elección que acababa de hacer.
- Vas a estar encantado con Pablo, un culo pequeñito pero perfecto para azotar y para más cosas, jeje. No me importaría nada repetir con él, pero me alegro por ti. Además veo dos culitos preciosos que creo que también me podrán hacer un buen servicio.
A su vuelta al club,
Pablo y su maduro acompañante fueron recibidos por un guapo
jovencito que los llevó hasta la habitación que tenían reservada
mientras su trasero, ceñido por el pantalón corto de uniforme, era
objeto de gran atención por parte del caballero.
- Ha hecho muy bien en reservar la habitación, señor. En estos momentos las tenemos todas ocupadas y hay varios miembros del club a los que no hemos podido ofrecer los servicios de ningún chico. Martín me ha pedido que me disculpe en su nombre por no acompañarles.
- Es muy amable por su parte, que no se preocupe.
- Gracias, señor.
El muchacho abrió la
puerta de una de las habitaciones del club, donde los jóvenes se
sometían y satisfacían a los caballeros. Pablo nada más entrar se
colocó de cara a la pared, de rodillas y con las manos en la nuca,
tal y como indicaba el protocolo del lugar para mostrar la debida
sumisión ante su acompañante, mientras el joven que hacia de
anfitrión explicaba las comodidades del lugar:
- Espero que el cuarto sea de su agrado. Además de la cama y el sofá disponen de esta pieza donde puede inclinar al muchacho, sujetarlo con las argollas y castigarlo a gusto, aunque algunos caballeros optan por este pequeño andamiaje que le permite encadenarlo a la pared. Aquí tiene a su disposición los instrumentos para azotarlo: dos varas de diferente grosor, un sacudidor de alfombras, dos palas de madera y otras dos de cuero de diferentes tamaños y un látigo. Y en esta mesita el material si desea inmovilizarlo: mordaza, collar, arnés y esposas de muñecas y tobillos. También dispone de una colección de plugs bastante variada en longitud y grosor. Pablo tiene experiencia y está entrenado para ser azotado con cierta severidad y penetrado sin ningún problema, aunque no para prácticas extremas.
- Muchas gracias, estoy seguro de que Pablo es justo lo que necesito esta noche y conozco bien las instalaciones del club. Por cierto, ¿cuál es tu nombre? Eres muy guapo.
- Es usted muy amable, señor. Me llamo Sebastián y, si le apetece, me encantará servirle otro día en el que esté disponible. Hoy debo ayudar a Martín como anfitrión; me estoy reponiendo del último castigo que he recibido.
- Me gustaría pasarte revista.
- Naturalmente, señor, adelante.
Sebastián se colocó con
las manos en la nuca sumiso ante el caballero para ser desnudado.
Pronto su pantalón era bajado hasta las rodillas seguido del
calzoncillo y su redondo trasero era observado y palpado
cuidadosamente.
- Precioso culo, nene. Efectivamente todavía está rojo y noto el calor de unos azotes recientes.
- Así es, señor. El caballero que me eligió ayer noche consideró que me merecía una buena lección.
- No le culpo. Muchas gracias y espero que estés disponible la próxima vez.
- Gracias, yo también lo deseo, señor. Si me permite vestirme les dejo a solas para que disfrute de Pablo. Es muy obediente y dócil.
Cuando Sebastián se
retiró, el caballero se quitó los zapatos, se sentó en el sofá y
se dispuso a relajarse en muy buena compañía.
- Nene, levántate y ven aquí.
- Sí, señor.
Pablo se acercó al sofá
y colocó de nuevo las manos en la nuca mientras le bajaban los
pantalones hasta los tobillos y le mandaban que se los quitara. Los
calzoncillos no tardaron en correr la misma suerte y, desnudo de
cintura para abajo, el joven se puso de rodillas para que le quitaran
igualmente el chaleco, la camisa y la corbata.
Una vez totalmente
desnudo, el caballero contempló y acarició largamente la piel
pecosa y muy suave del muchacho.
- ¿Puedo hablar, señor?
- ¿Qué pasa, nene?
- Quería darle las gracias por elegirme. Bruno y Massar son chicos muy guapos, diría que más que yo. Me siento halagado y estoy agradecido de poder estar aquí con usted.
- Eres muy amable, nene. Pero eso no te va a dispensar de ser azotado.
- Naturalmente, señor. Mi cuerpo está a su disposición.
- Colócate en posición sobre mis rodillas.
El caballero notó el
deseo de Pablo por complacerle y quiso ponerle las cosas fáciles.
Empezó a acariciarle la espalda y las nalgas y a darle azotes con
suavidad. Prontó incrementó el ritmo de los golpes y disfrutó del
enrojecimiento, pálido al principio, del culito del joven. Cada piel
y cada trasero eran diferentes, y también la forma de reaccionar de
cada chico ante el castigo. La manera de gemir de Pablo era
deliciosa, sobre todo cuando alternaba azotes y caricias y los
gemidos eran de placer y dolor a la vez. Pronto las nalgas cogieron
un tono rojo ya notable, y solo entonces el caballero separó las
nalgas del joven, disfrutó de la vista de su ano e introdujo con
firmeza pero con suavidad el dedo medio en su interior. Notó la
erección de Pablo al ser penetrado; como sospechaba, estaba ante un
sumiso nato. Tras juguetear dentro del joven, reanudó con más brío
los azotes; los jadeos se redoblaron.
Durante la cena Pablo
había deseado y al mismo tiempo temido el momento de entregarse al
hombre que lo había elegido para ser castigado y darle placer. Para
él el haber sido admitido como chico del club, una posición que no
todos los aspirantes conseguían, no era solo una forma de conseguir
ahorros y bienestar económico. Desde muy joven le seducía la idea
de ser usado por hombres maduros, y también la de ser castigado y
azotado, pero tenía miedo a la vez de no saber aguantar el dolor y
de no estar a la altura. Con el caballero de esa noche volvió a
sentir la agradable sensación, que solo había experimentado hasta
el momento con uno de sus clientes, que por desgracia no había
vuelto a aparecer por el club, de estar en manos de un hombre que
sabía lo que hacía y al que deseaba entregarse. Le ardían las
nalgas pero tenía la sensación de estar en el lugar que le
correspondía recibiendo el castigo que necesitaba.
El culito del muchacho
tenía ya un tono rojo intenso; era el momento de cambiar de postura
y de pasar a la segunda etapa en los azotes. El caballero lo levantó
con sumo cuidado, lo sentó desnudo en sus rodillas y lo tomó con
fuerza entre sus brazos besándolo largamente. Sonriendo, lo levantó
y lo llevó en brazos hasta la banqueta de castigo. Allí Pablo tuvo
que erguirse para a continuación inclinarse y dejar que le sujetaran
ambas muñecas y ambos tobillos a las argollas de la banqueta. Además
unas cintas agarraron su espalda y sus muslos, inmovilizándolo de
manera casi total.
La banqueta obligaba al
joven a arrodillarse y a inclinar el torso hacia abajo, elevando sus
nalgas y colocándolas en la posición perfecta para ser azotado, o
también para ser violado. El caballero disfrutó del hermoso
espectáculo de un culo juvenil ofrecido ante él, con las nalgas
enrojecidas abiertas y el apetitoso ano a la vista, rodeado del
periné y de los testículos totalmente afeitados, como era norma en
el club. Sonriente, sopesó las distintas varas disponibles en el
recipiente de instrumentos de castigo del que disponía la
habitación, preguntándose cuál sería la más idónea. La fina
provocaba un impacto más suave pero más agudo y cortante, mientras
que la gruesa era menos dolorosa en el momento pero escocía mucho
más a largo plazo. Se decidió finalmente por la fina y la chasqueó
en el aire.
- La vara te va a doler, nene.
- Sí, señor. Si lo desea puede amordazarme para que no grite.
- Me gusta oírte gemir, nene.
- De acuerdo, señor. Gracias por castigarme, señor.
El muchacho era
encantador y daría buenas referencias de él a Martín, que tomaba
mucho en consideración las opiniones de los miembros del club sobre
los empleados.
Tras cortar de nuevo el
aire, la vara impactó sobre las tiernas nalgas desnudas del joven,
provocándole un aullido sofocado. El caballero dejó pasar unos
segundos antes de golpear por segunda vez.
El sonido de la puerta
interrumpió el tercer azote. El caballero cayó en la cuenta del
motivo de la llamada antes de que Martín entrara para explicarlo.
- Lo lamento, señor. Odio interrumpir un castigo pero el cuarto está reservado para una hora por defecto. ¿Desea ocuparlo una hora más?
- Sí, por favor. Este jovencito necesita aún una buena ración de vara.
- Perfecto, señor. Déjeme activar el pulsador para que la habitación aparezca ocupada.
- Gracias y disculpa que no lo haya hecho yo mismo. Adelante.
Sin preocupase de la
presencia de Martín, el caballero reanudó el castigo con un nuevo
chasquido de la vara sobre el culito de Pablo, que gimió con
delicadeza. Las finas marcas de la vara empezaban a hacerse
perceptibles en ambas nalgas cuando sonó el cuarto azote.
Después del sexto
varillazo, el caballero se giró al caer en la cuenta de que Martín
seguía en la habitación. Su expresión delató que estaba
disfrutando de la contemplación del castigo.
- Disculpe, señor. Tiene usted una excelente técnica con la vara.
- Muchas gracias, joven. Tal vez quieras probarla tú también.
- Ojalá tuviera tiempo, señor.
- Un par de azotes, solo. Date un descanso y ocupa la banqueta vacía.
En varias habitaciones
había dos banquetas para cuando un caballero quería disponer de dos
chicos a la vez.
- ¿No es molestia, señor?
- Al contrario, será un placer.
- Gracias, señor.
Martín se acercó a la
banqueta y colocó las manos en la nuca. El caballero le bajó con
satisfacción los pantalones, notando que los calzoncillos blancos
eran idénticos a los de los empleados. Los bajó para admirar unas
nalgas redondas y carnosas que no tenían nada que envidiar a las que
solía azotar en el club.
Una vez desnudado, Martín
se arrodilló obediente en la banqueta colocando su trasero en
perfecta posición para la vara. Su ano y periné estaban también
perfectamente afeitados. El caballero tuvo el placer de comprobar que
el rumor de que Martín se ofrecía ocasionalmente para jugar con los
buenos clientes del club no era una leyenda. La vara no tardó en
impactar sobre su redondo trasero; el encargado no se atrevió a
gemir abiertamente, pero sí suspiró de forma muy varonil al recibir
el segundo impacto de la vara. Fueron cinco en total los azotes que
podían contarse perfectamente a través de las marcas rojas
horizontales que interrumpían la blancura de las nalgas.
- Gracias, señor, pero debo atender a los clientes y a los muchachos, tenemos todas las habitaciones ocupadas. Pero ha sido un placer, maneja usted muy bien la vara.
- Gracias a ti, Martín. Habrá otras ocasiones para continuar el castigo.
- Así lo espero, señor.
Martín le guiñó el ojo
mientras se subía los calzoncillos. El caballero, satisfecho, volvió
a prestar atención al culito de Pablo, que le esperaba ofrecido y
sumiso para la continuación de su castigo, que se reanudó con un
nuevo chasquido seguido del gemido provocado al intensificarse el
escozor de las nalgas.
Aunque el caballero tenía
planes de un castigo más largo y variado para Pablo, los sollozos
que el joven emitió ante la aplicación continuada de la vara le
excitaron tanto que aprovechó el cómodo diseño de los pantalones
para caballeros en el club, que permitían abrir la bragueta y ser
servidos por los chicos sin necesidad de desnudarse. Agarró al
muchacho del pelo y atrajo su boca hacia su gigantesca erección. Y
allí Pablo le demostró sus grandes habilidades orales; la boca
insaciable del joven, que succionaba y acariciaba con la lengua con
una pasión que era evidente que no sabría mostrar de no haber sido
azotado severamente antes, interrumpió de nuevo los planes del
caballero. Aunque este tenía intención de violarlo tras usar su
boca, las caricias de la lengua ansiosa del muchacho le hicieron
alcanzar el clímax inmediatamente con solo pensar en la visión de
su ano sonrosado entre las nalgas azotadas, rojas y calientes; sin
poder contenerse, liberó el miembro de la boca golosa que lo
encerraba para eyacular una gran cantidad de esperma sobre la cara
del sumiso.
Martín no tardó en
aparecer para inspeccionar el estado del trasero del muchacho. Le
acarició el culito mientras comentaba que las marcas de la vara, y
el escozor que iba a sentir al sentarse, desaparecerían al cabo de
unas 24 horas; tras separar las nalgas y comprobar mediante la
introducción del dedo que, efectivamente, el joven no había sido
violado y la penetración había sido solo oral, estableció la
tarifa por el servicio, que incluiría la compensación al no poder
ofrecerse Pablo a ningún señor la noche siguiente y tener que
limitarse a ayudar al mantenimiento del club. El caballero encontró
la tarifa razonable, más aún cuando Martín le confirmó con un
nuevo guiño que los azotes que él recibía eran siempre una propina
para el cliente, pero exigió una comprobación visual y táctil de
que no habían quedado señales de la vara en las nalgas del
encargado. Con una sonrisa, Martín se bajó los pantalones y los
calzoncillos él mismo antes de poner las manos en la nuca en señal
de sumisión.