domingo, 29 de marzo de 2020

Relato: El curso

Hace unas semanas me conmovió recibir todavía un mensaje de un fan de las historias de Tristán que me pedía que las continuara. Debería hacerlo, y dejo la puerta abierta con esta especie de "spin off" que no continúa la historia de Tristán pero que sí está ambientada en el mismo lugar y misma situación: una Abadía en la que los frailes educan a jóvenes en la sumisión para que luego sean acogidas en las casas de mentores maduros dominantes. 

Había pensado, como introducción al sexto capítulo, situarlo en un curso de formación organizado por los frailes para jóvenes no internos en la Abadía. La introducción se fue haciendo muy larga y acabó convertida en un relato independiente en el que, no obstante, he mantenido referencias a cosas que pasaron en el capítulo quinto, y hasta ahora último, de Tristán. Espero que os guste:  

EL CURSO 

Como era habitual, y en la Abadía solían hacer chistes sobre ello, el discurso del Padre Isidoro se estaba yendo de tiempo. Horacio no pudo contener una sonrisa, aunque los caballeros y los muchachos que asistían a la primera sesión del curso mantenían por el momento la compostura. No obstante, alguna pierna ya empezaba a cruzarse y descruzarse ansiosa y alguna mano se movía para tapar algún bostezo.

El Abad, de pie detrás de la última fila, dirigió discretamente una señal al ponente para que abreviara. El Padre Isidoro, además de un estupendo gestor del taller donde se fabricaban los instrumentos de disciplina para los chicos, tenía ideas muy claras acerca del propósito del curso, las exponía muy bien y, aunque no todos los caballeros, y desde luego no todos los jóvenes, eran receptivos a los conceptos teóricos sobre dominación y sumisión, varios de ellos siempre agradecían, o bien en el momento o más tarde, a la finalización del curso, que, aunque este fuera eminentemente práctico, se aclararan las ideas acerca de cuál era el objetivo perseguido con la formación y el mejor medio para alcanzarlo.

Existía mucha heterogeneidad en las 15 parejas de hombre maduro y joven, que incluían también un par de tríos, puesto que dos de los caballeros acudían con dos chicos sumisos, que se apuntaban al curso. El caso más frecuente era el de mentores que acudían con los pupilos que acababan de acoger o estaban a punto de hacerlo, pero cada vez era más frecuente que fuera el padre o un familiar del muchacho el que lo entrenara para luego conseguirle un buen mentor. Un chico sumiso, educado para obedecer y complacer, era mucho más fácil de colocar en la casa de un caballero bien situado que le pudiera ofrecer una buena formación, contactos y un porvenir. Algunos señores disfrutaban de encargarse ellos mismos de la educación de un joven, a veces de la doma de un potrillo rebelde, pero la comodidad solía predominar; un muchacho ya educado para dejarse desnudar y acariciar dócilmente o, con un solo gesto, ponerse de rodillas frente a su amo, abrirle la bragueta y satisfacerle, era una propuesta muy tentadora para la mayor parte de hombres influyentes en condiciones de tomar un pupilo bajo su protección y su autoridad.

Por último, había también un par de entrenadores de jóvenes aspirantes a deportistas profesionales que seguían la filosofía de que un vínculo psicológico y emocional muy fuerte de total obediencia por parte del chico entrenado era la mejor forma de hacerle prosperar en su disciplina.

Además, por otra parte, entre los dominadores había diferencias apreciables no solo de edad, que oscilaba entre hombres en torno a la cuarentena con aspecto aun relativamente joven, hasta ancianos, pasando por señores maduros de todos los niveles intermedios, sino de motivación. Muchos tenían claro su deseo de tener un chico a su servicio al que debían servir de modelos de masculinidad, exigiéndoles una obediencia y entrega que iban mucho más allá del simple respeto, y sometiéndoles a castigos estrictos; y no tenían tampoco ninguna duda respecto a que este aprendizaje era provechoso para las dos partes, aunque al joven hubiera que forzarlo porque no lo comprendiera y se considerara ya erróneamente adulto al mismo nivel que los hombres de mayor edad. Pero en no pocos casos la idea de apuntarse al curso había surgido de los chicos, que deseaban experimentar la entrega y sumisión incondicional a un mentor, así como el castigo corporal y la sensación de ser objetos de deseo, y era el hombre de más edad el que se preguntaba si iba a estar a la altura de lo que su pupilo necesitaba.

Por eso el Padre Isidoro tenía claro que, aunque el curso estuviera definido y publicitado como de entrenamiento a los jóvenes en la sumisión, realmente iba dirigido a ambos colectivos, puesto que también había que enseñar a aquellos caballeros a ser buenos dominadores. Ni por un momento se planteó la opción de que los jóvenes asistieran solos a las clases; naturalmente, si el amo o la familia del muchacho lo decidían, tenían la opción de internarlo en la Abadía, donde los frailes lo instruirían debidamente. Pero las clases para chicos externos eran siempre acompañados del tutor a su cargo. En consonancia con esta filosofía, el Padre dirigía su discurso tanto a los caballeros como a los chicos presentes.

Tras una introducción en la que expuso con convicción la realidad biológica de muchas especies animales, en las que los machos de mayor edad dominaban a los más jóvenes, disertó acerca de las muchas culturas en las que los chicos en tránsito a la edad adulta se ponían bajo la tutela de mentores, y explicó la necesidad de protección y de control de los chicos y la importancia de un dominio estricto pero no abusivo, que provocara seguridad y no temor en ellos, las señas del Abad cortaron la parrafada antes de que el ponente empezara a divagar demasiado.

El Abad tomó la palabra para mostrar un ejemplo práctico, el momento que la mayoría de los hombres dominantes asistentes estaban esperando. Invitó a pasar al Padre Julián, el responsable de la sala de castigo, con dos de los internos de la Abadía que, por haber cometido alguna infracción durante su aprendizaje, estaban bajo su control.

La entrada del maduro fraile y de uno de sus ayudantes con los dos jóvenes castigados levantó una gran expectación y muchos comentarios. Los chicos podían andar, pero no emplear sus manos, que parecían atadas a la espalda, ni hablar, puesto que mordazas de cuero tapaban su boca y casi la mitad de su rostro. Naturalmente se encontraban totalmente desnudos salvo por los artilugios que los sometían: la mordaza mencionada, el collar del cuello, las esposas que sujetaban sus muñecas a la cadena, las pinzas de metal que atrapaban sus pezones, y una jaula de castidad que capturaba su pene y sus genitales.

Tras acercarlos a los hombres y a los chicos alumnos del curso para que los pudieran contemplar, los dos frailes dieron media vuelta a los castigados, redoblando los murmullos y los comentarios de aprobación y admiración. Las manos estaban completamente inmovilizadas a la mitad de la espalda por una cadena que, por arriba, unía las esposas de las muñecas al collar del cuello, mientras que, por abajo, las ataba a un ingenioso gancho introducido en el ano del joven. Además, tanto la parte superior de la espalda como las nalgas evidenciaban con diferentes tonalidades de rojo el haber sido azotadas recientemente.

El Abad animó a los señores presentes; con constancia podrían conseguir un resultado similar en sus chicos en mucho menos tiempo de lo que se podían imaginar. Y a los jóvenes les avisó de que, al menor grado de desobediencia o rebelión durante el curso, se verían aquella misma tarde en la misma situación que esos dos. Que, además, su castigo sería público y muy didáctico para todos los presentes. La advertencia provocó caras serias en los muchachos y muchas sonrisas de complicidad en sus dominadores. Los dos castigados se quedarían de cara a la pared a la vista de todos durante el resto de la clase para servir de ejemplo.

Tras esta presentación, el Abad ordenó a los participantes en el curso que movieran las sillas pasándolas de una disposición en filas a otra circular, para que todos los caballeros y los chicos pudieran verse unos a otros, e incrementar de esa forma su humillación. Los señores debían colocar a sus jóvenes aprendices delante de ellos.

Mientras se formaba el círculo, Horacio, que se mantenía en un discreto segundo plano por si el Abad necesitaba ayuda, mientras al mismo tiempo vigilaba a los dos chicos castigados, había sentido un alivio al comprobar que su pupilo, Tristán, no era uno de estos últimos pese a encontrarse en la sala de castigo del Padre Julián por haber sido rebelde durante una revisión médica. Se temía que le responsabilizarían a él por la escasa disciplina que había mostrado el joven a su cargo, pero ya pensaría en eso más tarde. Por ahora iba a disfrutar del atractivo espectáculo de la introducción de todos aquellos chicos a la sumisión.

Como se imaginó, la primera orden dada por el Abad fue el desnudar a los jóvenes, una tarea que, para incrementar la humillación de los muchachos, era más recomendable que les fuera realizada por el hombre a su cargo en lugar de quitarse la ropa ellos mismos. De manera ordenada, siguiendo las instrucciones del responsable de la Abadía, fueron las camisas y camisetas de los chicos lo primero en acabar en el suelo revelando pechos y torsos de diferentes tamaños y vellos, unos aniñados y otros más anchos.

Horacio pensó que, de encontrarse los caballeros a solas con los jóvenes, probablemente estos se habrían resistido. Pero la presión de grupo y la visión de los dos castigados evitó cualquier atisbo de rebelión. La obediencia fue absoluta y los chicos pusieron manos a la nuca mientras les quitaban los zapatos y calcetines, levantando un pie o el otro según fuera necesario. Vio como el Abad ayudaba a uno de los caballeros que venía con dos sumisos, y que por ello llegaba algo de retraso, y fue a ayudar al otro señor que se encontraba en la misma circunstancia.

- ¿Me permite ayudarle, caballero?
- Muy amable. Si puede encargarse de este granuja se lo agradezco.

Con una sonrisa, Horacio se encargó de traer a su lado y descalzar a uno de los dos jóvenes; eran muy parecidos y los había tomado por gemelos, pero ahora viéndolos tan cerca apreciaba más las diferencias entre ellos, así como el parecido con el adulto, al que tomó por el padre de ambos, aunque este le aclaró más tarde que eran sus sobrinos. Eran hermanos, ni siquiera mellizos, y el que había tomado a su cargo parecía el más pequeño; eran muy jóvenes, el pequeño ni siquiera aparentaba los 18 años, aunque debía tenerlos porque los frailes eran muy escrupulosos con el respeto a la edad mínima para acceder al curso, y todavía mantenía, igual que su hermano mayor, un cuerpo desgarbado y adolescente; se apreciaba que ninguno de los dos habían sido nunca sometidos, ya que apenas eran capaces de mantener una postura constante. Un sonoro azote en el culito, aunque amortiguado por el pantalón del chandal, y una amenaza de más si no se estaba quieto consiguió buenos resultados en el más joven, además de una sonrisa aprobatoria de su tío, que repitió el tratamiento y la amenaza con el mayor. Pronto ambos se encontraron desnudos de cintura para arriba y descalzos, quietos con las manos en la nuca igual que el resto de sus compañeros.

El Abad caminó por el interior del círculo apreciando el buen funcionamiento del grupo; los jóvenes estaban mostrando disciplina y los adultos autoridad y control muy rápido. Ahora llegaba el momento clave.

- Caballeros, encárguense de los pantalones de los chicos. Que se queden solo con los calzoncillos. Muchachos, las manos en la nuca, mirada hacia abajo y calladitos; que no os tengamos que castigar a ninguno.

Las manos de los señores, incluyendo la del Abad, que retomó su puesto para ayudar al otro caballero que tenía dos sumisos a su cargo, se dirigieron a los botones de los vaqueros o a la cintura del chandal o del pantalón de deporte, y pronto empezaron a asomar los calzoncillos de los sumisos. Horacio, que compartía con muchos de los frailes el interés por la ropa interior de los chicos jóvenes, disfrutó de los slip apretados que llevaba el chaval al que estaba desnudando. Era muy corto y dejaba la parte inferior de la nalga al descubierto; observó que iba a juego con el que llevaba su hermano, y una nueva sonrisa de complicidad del señor al que ayudaba le indicó que este se encargaba de comprar los calzoncillos de sus sobrinos. El caballero tiró un poco hacia arriba de la cintura del slip para que este dibujara todavía más la curva del trasero del muchacho y dejara una porción todavía mayor de las bonitas nalgas al descubierto.

Horacio miró a su alrededor; los boxers apretados predominaban, insinuando su redondo contenido, pero no faltaban amos pícaros que obligaban a sus pupilos a usar suspensorios o incluso a no llevar nada bajo el pantalón, por lo que varios culitos desnudos eran visibles ya, para su satisfacción y la de los caballeros presentes.

- Buen trabajo, señores. La primera tarea que les encargaria, y que veo que algunos de ustedes ya lo están haciendo, es controlar la ropa de los chicos, especialmente la interior. Debe ser decisión suya si el muchacho debe llevarla o prescindir de ella para encontrarse más fácilmente disponible para su amo, y, en el caso de que quieran que la lleve, de que forma y modelo debe ser. Si son ustedes amantes de los calzoncillos, como lo somos en la Abadía, preferirán que sean una talla más pequeños de lo que correspondería para que se ajusten mucho a las nalgas y dejen al descubierto parte de ellas. Pero, sin duda, lo más interesante de un calzoncillo es bajarlo, y eso es lo que vamos a hacer ahora. Todos los jóvenes de esta habitación deben encontrarse totalmente desnudos.

Los calzoncillos descendieron por las piernas de sus obedientes portadores hasta llegar a los tobillos, descubriendo una interesante galería de traseros de diversos tamaños y hasta colores, puesto que no faltaba un chico negro ni un asiático entre los alumnos.

Tras haber desnudado adecuadamente a los jóvenes a los que ayudaban a someter, el Abad y Horacio supervisaron la correcta disposición del resto de los chicos, ya por fin desnudos y listos para ser entrenados.

- Perfecto. Lo están haciendo muy bien, señores. Y los chicos muy obedientes; así tenéis que seguir. Ahora, caballeros, observen con detenimiento el cuerpo del joven que tienen delante. Si no lo tienen claro ya, deben hacerse a la idea de que ese cuerpo es suyo, les pertenece, y deben actuar como sus dueños. Recórranlo en primer lugar con la vista, conózcanlo bien. Giren al muchacho, pónganlo de lado, denle media vuelta. Memoricen sus lunares, su vello, las irregularidades de su piel. Deben conocer este cuerpo como el suyo propio.

Los señores observaban con detalle los cuerpos de los jóvenes bajo su mando como si los vieran desnudos por primera vez, como de hecho ocurría en más de un caso, por delante, por detrás y de lado.

- Eso es, mírenlo desde todos los ángulos. Y, cuando ustedes lo decidan, empiecen también a tocarlo. Deben conocer perfectamente el cuerpo de su chico con la mano; las zonas más suaves o más rugosas, más lisas o más velludas. Y, naturalmente, para los jóvenes, total docilidad, ni os inmutéis. Vuestro cuerpo tiene dueño y es normal que vuestro amo quiera conocer bien lo que es de su propiedad.

Los muchachos pronto empezaron a sentir las manos, además de los ojos, de los dueños sobre su cuerpo. A veces torpes, a veces delicadas. Al principio tímidas en algunos casos, pero cogiendo rápidamente seguridad y firmeza bajo las instrucciones del Abad, que insistía en los mismos consejos.

- No se den prisa y olvídense de cualquier pudor o prejuicio, caballeros. El cuerpo de su chico es como el suyo propio. Pálpenlo, acaricienlo, conózcanlo; pónganse de pie para recorrerlo mejor. Y los chicos, como estáis, completamente dóciles, sin ofrecer resistencia, dejándoos hacer; muy bien.

 Los caballeros se pusieron cómodos; los que habían venido con chaqueta se la quitaban, las camisas se arremangaban y las manos avanzaban cada vez más decididas sobre el territorio de piel joven por explorar que tenían delante. Los tocamientos se hacían cada vez más intensos y las caricias se convertían en agarradas. También la castidad y el pudor se iban perdiendo y las manos se desplazaban de cuellos, torsos, pechos y espaldas hacia nalgas y muslos.

- Estupendo, señores. Vamos ahora a llevar a cabo un reconocimiento, imagino que para algunos un descubrimiento, de las zonas más íntimas de nuestro sumiso. Sus cuerpos son de nuestra propiedad y no pueden tener ningún secreto para sus amos. Seguid con las manos en la nuca, chicos, y mirando hacia abajo, mostrando respeto. Caballeros, pongan todos a su joven frente a ustedes; eso es. Ahora empiecen a palpar con delicadeza su pene y sus genitales; retiren el prepucio de los no circuncidados y observen con atención el glande. Se trata del primer secreto de su pupilo que debe ser desvelado y conocido. A algunos de los jóvenes les provocará una erección el ser manipulados en estas zonas y a otros no; no es ninguna falta que el joven se excite ante las caricias de su amo. Al contrario, es una buena señal, porque facilitará su sumisión.

En efecto el tamaño de muchos penes empezaba a crecer, varios jóvenes cerraban los ojos y emitían algún tímido suspiro mientras la tensión producida por la erección sobre la piel del prepucio facilitaba su retirada. Pronto los glandes de los 17 chicos estuvieron a la vista para ser conocidos y acariciados por manos a veces lujuriosas, otras curiosas, que aprendían a ser dominantes en unos casos, y que practicaban con la sabiduría de la experiencia la dominación, en otros.

- Perfecto, os estáis portando bien, chicos. Algunos ya vais aprendiendo que la sumisión es un premio en ella misma; a otros os costará un poco más. Ahora vamos con la revelación de vuestro segundo secreto, y para ello tenemos que dar la vuelta a nuestros jóvenes. Eso es, media vuelta. Ahora, caballeros, van a colocar su mano con firmeza en la mitad de la espalda de su chico y van a hacer que se incline. Eso es, deben inclinarse totalmente, hasta tocar con los dedos los pies o, en los chicos menos elásticos, las rodillas. La espalda debe quedar lo más recta posible. Las piernas separadas, para que el ano y el periné queden a la vista. No duden en acariciarlos, caballeros. El ano de sus sumisos, al igual que el glande, debe ser perfectamente conocido por ustedes. Un buen amo distingue y reconoce por el ano a los jóvenes a su cargo entre una multitud de chicos desnudos. De hecho, haremos una pequeña prueba en ese sentido al final de la clase de hoy. Y, si alguno de ustedes quiere ir adelantando contenidos de próximas clases, no duden en penetrar al chico con uno de sus dedos. Con la carpetilla del curso tienen un pequeño sobre con lubricante. Pero, si prefieren limitarse a palparlo desde el exterior, por hoy basta con que sus ojos y sus manos se familiaricen con el cuerpo de su chico.

Los caballeros realizaron, por lo general con gran deleite, el ejercicio sugerido por el Abad. Algunos comentaron la necesidad de afeitar la zona perianal al muchacho de su propiedad para embellecerla. Las reacciones de los jóvenes, al verse colocados en una postura incómoda y humillante y ver su intimidad invadida, oscilaban entre la excitación de algunos y el nerviosismo de otros.

Consciente de que para algunos chicos, y también algunos adultos, se trataba de su primera experiencia de dominación, el Abad permitió incorporarse rápidamente a los chicos que lo necesitaran y pidió a los caballeros que se dieran la vuelta y se taparan los ojos durante un par de minutos mientras, con la ayuda de Horacio y del Padre Isidoro, movían las sillas hasta colocarlas por parejas, una silla frente a otra unidas por sus respaldos, formando un pequeño círculo de sillas en el centro de la sala.

Mientras los señores eran instados a permanecer con los ojos cerrados, para que no vieran como los jóvenes eran colocados en orden aleatorio inclinados sobre las sillas, a estos últimos se les hacía arrodillar sobre una de ellas mientras apoyaban las manos en la de enfrente, quedando desnudos a cuatro patas en el centro de la sala. A continuación los frailes taparon con unas telas la mitad delantera del cuerpo de los chicos.

Cuando se permitió a los caballeros girarse de nuevo y abrir los ojos para el último ejercicio del día, apareció ante ellos un apetitoso círculo de jóvenes culito inclinados  colocados en pompa sumisos y generosamente ofrecidos, mostrando el ano, los genitales y la zona perianal. El juego consistía en que los caballeros reconocieran cada uno al culo de su propiedad, no sin antes acariciar unos cuantos para apreciar la diferencia del tacto de cada piel y de cada ano.

Naturalmente la diferente complexión de los chicos y el diferente ancho de las caderas y los muslos hacía el ejercicio fácil, aunque alguno de los amos dudó entre su pupilo y algún otro, y el caballero al que Horacio había ayudado con uno de sus sobrinos confundió a ambos hermanos.

Una vez que cada señor hubo identificado al muchacho de su propiedad, el Abad les dio las gracias por su interés y su colaboración, y les recordó el contenido de las clases siguientes. La próxima semana se les enseñaría a azotar debidamente las nalgas de sus chicos, la siguiente a atarlos e inmovilizarlos, la otra a penetrar y dilatar sus anos, y la última sesión estaría dedicada al afeitado de zonas íntimas de los sumisos y al uso de jaulas de castidad.

Tampoco faltaría la tarea para hacer en casa durante la semana; los ejercicios de desnudar, acariciar y recorrer todo el cuerpo de los jóvenes a los que debían dominar y proteger, incluyendo la inspección de glande y ano, se debían llevar a cabo como mínimo una vez al día, y todavía mejor si se hacían en presencia de otros caballeros o de otros muchachos sumisos. Y, ya dando la clase por concluida, la Abadía invitaba a los hombres a una copita de confraternización en la cantina, mientras los chicos se quedaban castigados en la sala, desnudos cara a la pared con las manos en la nuca, bajo la atenta protección de Horacio y del Padre Isidoro.

Con la excepción de un par de señores que tenían prisa, los caballeros se dirigieron gustosos a probar el licor casero que fabricaban en la Abadía, así como a comentar lo mucho que les había gustado la clase y a felicitarse mutuamente por la belleza y por la sumisión de sus chicos. Tal y como era la intención del Abad, de esas conversaciones surgieron intercambios de teléfonos y la creación de varios grupos para organizar quedadas de dominación colectiva.

Mientras Horacio mantenía el orden en la sala y curaba la impaciencia de algunos de los muchachos más traviesos y despiertos con algún que otro azote esporádico en las nalgas, como castigo por intentar mirar a los lados o tantear el terreno a ver si podían bajar los brazos de la nuca, pensaba en la carta de Adrián que todavía no había podido leer y en el castigo que Tristán estaría recibiendo en ese momento. Y, tal vez, en el que le esperaba a él mismo.