lunes, 30 de julio de 2018

Relato BDSM: El club

EL CLUB: PABLO

El camarero se acercó con el postre que los dos comensales iban a compartir. Era un muchacho de aproximadamente la misma edad que el más joven de ellos, de estatura mediana y cuerpo robusto, y Pablo, que así se llamaba el cliente de menos edad de la mesa, no dejó de notar como su maduro acompañante recorría al empleado con la mirada mientras servía los platos y recogía los anteriores. El caballero sonreía mientras repasaba con la mirada las nalgas del muchacho, abultadas y apetitosas bajo un pantalón de uniforme que le quedaba un tanto estrecho, y que se perfilaban y dibujaban todavía mejor al inclinarse este sobre la mesa.

Pablo creyó ver una mirada suspicaz en el camarero, que tal vez notara que le estaban observando y estuviera empezando a pensar que el caballero maduro y el joven que compartían mesa y postre no eran padre e hijo ni jefe ni empleado, sino que el vínculo que les unía era más inconfesable. Él había sido camarero también, tal vez tuviera que volver a serlo en algún momento, y conocía los chismes y las elucubraciones sobre las vidas de los clientes con los que los compañeros amenizaban a veces los turnos. No pudo evitar echar una ojeada a su alrededor con el temor de que otros clientes le estuvieron mirando y tal vez juzgando, aunque se alegró por otro lado al darse cuenta de que, pese a todo, se sentía mucho más relajado en aquella cita, la segunda con un cliente del club, con respecto a la primera vez que un caballero le llevaba a cenar a un restuarante. No obstante, su inquietud no pasó desapercibida ante su interlocutor.

  • ¿Qué te preocupa, nene?
  • Nada, señor.

La sonrisa paternalista del hombre le desarmó.

  • ¿Recuerdas la primera norma que te dije que tendrías que respetar? Primero enseñar más esa bonita sonrisa que tienes …. eso está mucho mejor. Y luego decirme la verdad.
  • Gracias, señor. Le agradezco que me haya invitado a cenar en este restaurante, es muy bonito. Es usted muy amable y yo espero estar a la altura.
  • ¿Qué te inquieta nene? Pregunta lo que quieras.
  • Gracias, señor. Esto …. es sobre mi castigo. Supongo que va a azotarme.

La voz le tembló ligeramente al decirlo; al hablar de castigo y de azotes recordó como el caballero le había manoseado las nalgas desnudas en el hall del club mientras comentaba con aprobación su suavidad y lo aptas que resultaban para ser azotadas; en ese momento volvió a sentir la misma turbación, mezcla de miedo y de deseo.

  • Naturalmente, nene. Te estás preguntando si tu castigo va a ser severo, ¿es eso?
  • Sí, señor. Si va a azotarme severamente, áteme bien para que no pueda escapar ni interrumpir el castigo.
  • No te preocupes, he dominado a muchos chicos antes y sé lo que tengo que hacer.
  • Por supuesto, señor. Disculpe, señor.

El caballero sonrió contento de la obediencia y la sumisión del joven, que es lo que iba buscando cuando visitó el club aquella tarde.

  • Eres un encanto, nene. Creo que voy a estar muy satisfecho contigo.
  • Gracias, señor. Espero que así sea.


Salvo que tuviera algún compromiso profesional que lo impidiera, el caballero acudía a relajarse al club todos los viernes por la tarde. Le encantaba la atmósfera morbosa y un tanto decadente que le daban las piezas de anticuario que componían la decoración y el código estricto de ropa, tanto para los clientes como para los chicos contratados por la dirección para entretenerles. La tarjeta de miembro permitía el libre acceso al vestuario del local, donde una amplia gama de trajes de todas las tallas estaban a disposición de sus usuarios, puesto que la ropa informal no estaba permitida en el interior. Los caballeros del club, según el ideario del local, eran representantes del orden patriarcal y debían vestirse y comportarse como tales. Un atractivo joven servía de ayuda de cámara para quienes tuvieran problemas con abrocharse el nudo de la corbata o para asesorar a los señores con menos experiencia. Nuestro caballero, que no carecía de cierta coquetería, se encontró cómodo y elegante con un chaleco y pantalón a juego. Dado que se acercaba el verano, la etiqueta se relajaba y se permitía ir en mangas de camisa, siempre que esta fuese blanca y acompañada de corbata. Tras dejar su ropa de calle en custodia del ayuda de cámara, y echar un buen vistazo a su interesante trasero mientras se alejaba, se adentró en las dependencias del club.

Los caballeros bebían café o licores mientras leían tranquilamente el periódico, charlaban o jugaban a las cartas en los salones decorados por grandes tapices y bibliotecas de clásicos literarios. Los teléfonos móviles estaban prohibidos en el interior para aumentar la sensación de club victoriano y solo un ordenador en un lateral, para quien necesitara hacer alguna consulta en Internet, recordaba a los presentes que no habían dado marcha atrás en el tiempo hasta el siglo XIX. Naturalmente el club era exclusivamente masculino, y la edad mínima requisito para ser miembro era elevada; el rol de los chicos jóvenes era el de servir y complacer a los hombres de mediana edad, maduros y hasta ancianos que ocupaban las instalaciones.

Pero el club era algo más que una curiosidad vintage que reproducía las sociedades decimonónicas para caballeros y los motivos que impulsaban a nuestro hombre a visitarlo cada semana se insinuaban en unas extrañas banquetas que se podían ver en todas las habitaciones y en una especie de paragüeros que, si uno reparaba atentamente, descubría que no cobijaban paraguas sino varas y sacudidores de alfombras. Pero la peculiaridad del club solo resultaba evidente en una habitación, que recibía el nombre de hall, y al que los caballeros pasaban invitados por Martín, el más mayor de los miembros del staff visibles por los clientes, aunque apenas rebasaría los 35 años.

Tras saludar cortésmente e intercambiar unas breves palabras con otros miembros del club, nuestro caballero, al que no le gustaba socializar más de lo imprescindible para no ser considerado huraño, buscó a Martín, que le agradaba mucho por su cordialidad y su discreción, además de ser muy guapo. De hecho, era uno de los pocos hombres de más de 30 años cuyas nalgas merecían su atención y su contemplación. Se entretuvo de hecho observándolas, bien ceñidas por un pantalón de franela, hasta que este, que daba indicaciones a uno de los jóvenes sirvientes del local, se dio la vuelta y le saludó inclinando ligeramente la cabeza con respeto.

  • Buenas tardes, Martín.
  • Buenas tardes, señor. Encantado de verle. ¿Me buscaba? ¿Desea pasar al hall?
  • Hoy he venido más temprano de lo habitual, espero que haya algún chico disponible.
  • Como sabe, muchos se incorporan algo más tarde, pero ha tenido usted suerte; en estos momentos se encuentran tres chicos allí y creo que serán de su agrado.
  • Estupendo, me encantaría echarles un vistazo.
  • Con mucho gusto, señor.

El caballero siguió a Martín, disfrutando durante el breve trayecto hasta la puerta de la contemplación de un culito que de buena gana acariciaría. De hecho alguna vez había visto a algún cliente más pícaro dar algún azote cariñoso al encargado del hall, al que este respondía con su cordialidad habitual, sin tomar la palmada como un abuso de confianza pero al mismo tiempo sin animar tampoco al cliente para que volviera a hacerlo.

Martín dio vuelta a la llave e invitó al caballero a entrar en el llamado hall. En él se encontraban tres jóvenes que se pusieron rápidamente en posición al oír girar la llave y el pomo de la puerta. Con las manos en la nuca, la cabeza baja mostrando sumisión ante su visitante y vistiendo el uniforme que llevaban todos los sirvientes en el club: chaleco, camisa blanca, corbata y pantalones cortos. De hecho, solo el pantalón largo distinguía a Martín de los muchachos más jóvenes al servicio de los caballeros de la sociedad.

  • Buenas tardes, chicos. Tenemos a un caballero que quiere echaros un vistazo.
  • Buenas tardes, señor. Respondieron casí al unísono.
  • Hola, chicos.

El caballero se acercó a los jóvenes y los observó con detenimiento. Le encantaba la variedad de chicos que le ofrecía el club; jóvenes de diferentes rasgos, razas y fisonomías que estaban dispuestos a obedecerle y satisfacerle. Sin aparentarlo, Martín se esforzaba en conocer rápidamente los gustos de cada cliente y no se equivocó al suponer que los tres jóvenes disponibles le parecerían interesantes. De uno de ellos había disfrutado el viernes anterior; Massar, un muchacho de origen africano. Su piel completamente negra le resultó un reto inicialmente, puesto que, como siempre, se proponía propinar una larga azotaina al joven que eligiera y le gustaba disfrutar del enrojecimiento de sus nalgas, un espectáculo solo visible en chicos de piel pálida. Sin embargo, sus redondas, carnosas y perfectas nalgas de ébano le habían seducido hasta el punto de probar una nueva experiencia, que había sido estupenda gracias a la exquisita sumisión de Massar. De hecho el negro aún más intenso que tomaba el trasero después de los azotes, en contraste con el blanco instantáneo que surgía en el momento del impacto de la vara y desaparecía inmediatamente, fue un estupendo descubrimiento.

Los otros dos jóvenes eran desconocidos pero se veían interesantes, más aún ante la descripción de Martín.

  • A Massar ya le conoce y no necesita presentación. Aquí tiene a Pablo; si le gustan los pelirrojos pecosetes y los chicos de al lado, es una buena opción. Como ve, nunca ha pisado un gimnasio y tiene un cuerpo casi aniñado; si prefiere los chicos musculados, aquí tiene a Bruno, un granujilla al que le encanta perfilar su cuerpo. Pero a mí lo que más me gusta de él es su pelo rizado.
Se lo acariciaba mientras lo decía. El caballero encontraba igualmente apetecibles a ambos muchachos, cada uno en su estilo.

  • Daos la vuelta para que el caballero os pueda ver bien, chicos.
Así lo hicieron y el caballero observó como la espalda de Bruno era la más ancha pero sus nalgas no acababan de llenar el pantalón, a diferencia de las redondeces que abultaban el de Massar. El culito de Pablo, por otra parte, no parecía tan plano como se habría podido pensar viéndolo por delante. Para tomar la decisión, no obstante, sería preciso ver y tocar algo más.

  • Efectivamente, los tres son estupendos, Martín. ¿Sería molestia verlos desnudos a los tres?

Sabedor de que estaba ante un buen cliente, el encargado no dudo en concederle el deseo.

  • Naturalmente, puede ver y tocar cuanto desee, yo le ayudaré. Quietos, chicos; así, muy bien.

Los jóvenes estaban instruidos para no inmutarse y mantener las manos en la nuca y la cabeza baja mientras los desnudaban. El caballero desabrochó el botón del pantaloncito de Pablo y lo bajó hasta la altura de las rodillas. Tras contemplar brevemente los calzoncillos blancos de algodón tradicionales que usaban los empleados del club, recordó las quejas de algunos miembros de que los muchachos llevaran ropa interior. Sintió lástima de que no supieran disfrutar del gran placer de bajarle los calzoncillos a un joven guapo y sumiso. Así lo hizo, y para su deleite apareció ante él un culito pequeño pero marcado, redondito y muy apetitoso. Mientras Martín le ayudaba desnudando a Massar y permitiéndole contemplar sus nalgas perfectas y macizas, el caballero se encargó de Bruno, cuyos calzoncillos blancos rápidamente bajaron hasta las rodillas como los de sus compañeros.

La visión de los tres deliciosos traseros desnudos, disponibles ante él para que eligiera, le hizo sentirse el hombre más afortunado del mundo.

  • Precioso paisaje de nalgas, ¿verdad? Los tres culitos han sido traviesos y necesitan azotes. Y por supuesto, además de para ser azotados y atados, todos nuestros muchachos están adiestrados para satisfacer a los clientes oralmente y para ser penetrados analmente, como bien sabe. Ni Pedro ni Bruno son ninguna excepción. Y si le cuesta decidirse, recuerde que tiene la opción de llevarse a dos chicos a la vez y en el segundo le haríamos un descuento del 30 %.

El caballero comprobó la textura de los traseros que le ofrecían. A pesar del placer de volver a tocar el culo firme de Massar, la suavidad de las nalgas de Pablo inclinaron su decisión.

  • Gracias pero disfrutaré de Pablo a solas, me encantará azotar esta piel tan suave. Me gustaría sacarlo antes a cenar.
  • Muy buena decisión, señor. El muchacho es muy educado y obediente y le hará una estupenda compañía durante la cena. ¿Lo castigará después en su casa o utilizará nuestras instalaciones?
  • Muchas gracias, si tienen habitaciones libres me lo traeré de vuelta al club.
  • Perfecto, señor, a partir de ahora ya es todo suyo. Y vosotros dos ahí quietos porque creo que llaman a la puerta.

Efectivamente uno de los sirvientes avisaba a Martín de que otro caballero esperaba para entrar en el hall. Tras ser invitado a entrar, resultó ser un conocido de nuestro amigo, al que saludó afectuosamente y felicitó por la elección que acababa de hacer.

  • Vas a estar encantado con Pablo, un culo pequeñito pero perfecto para azotar y para más cosas, jeje. No me importaría nada repetir con él, pero me alegro por ti. Además veo dos culitos preciosos que creo que también me podrán hacer un buen servicio.



A su vuelta al club, Pablo y su maduro acompañante fueron recibidos por un guapo jovencito que los llevó hasta la habitación que tenían reservada mientras su trasero, ceñido por el pantalón corto de uniforme, era objeto de gran atención por parte del caballero.

  • Ha hecho muy bien en reservar la habitación, señor. En estos momentos las tenemos todas ocupadas y hay varios miembros del club a los que no hemos podido ofrecer los servicios de ningún chico. Martín me ha pedido que me disculpe en su nombre por no acompañarles.
  • Es muy amable por su parte, que no se preocupe.
  • Gracias, señor.

El muchacho abrió la puerta de una de las habitaciones del club, donde los jóvenes se sometían y satisfacían a los caballeros. Pablo nada más entrar se colocó de cara a la pared, de rodillas y con las manos en la nuca, tal y como indicaba el protocolo del lugar para mostrar la debida sumisión ante su acompañante, mientras el joven que hacia de anfitrión explicaba las comodidades del lugar:

  • Espero que el cuarto sea de su agrado. Además de la cama y el sofá disponen de esta pieza donde puede inclinar al muchacho, sujetarlo con las argollas y castigarlo a gusto, aunque algunos caballeros optan por este pequeño andamiaje que le permite encadenarlo a la pared. Aquí tiene a su disposición los instrumentos para azotarlo: dos varas de diferente grosor, un sacudidor de alfombras, dos palas de madera y otras dos de cuero de diferentes tamaños y un látigo. Y en esta mesita el material si desea inmovilizarlo: mordaza, collar, arnés y esposas de muñecas y tobillos. También dispone de una colección de plugs bastante variada en longitud y grosor. Pablo tiene experiencia y está entrenado para ser azotado con cierta severidad y penetrado sin ningún problema, aunque no para prácticas extremas.
  • Muchas gracias, estoy seguro de que Pablo es justo lo que necesito esta noche y conozco bien las instalaciones del club. Por cierto, ¿cuál es tu nombre? Eres muy guapo.
  • Es usted muy amable, señor. Me llamo Sebastián y, si le apetece, me encantará servirle otro día en el que esté disponible. Hoy debo ayudar a Martín como anfitrión; me estoy reponiendo del último castigo que he recibido.
  • Me gustaría pasarte revista.
  • Naturalmente, señor, adelante.

Sebastián se colocó con las manos en la nuca sumiso ante el caballero para ser desnudado. Pronto su pantalón era bajado hasta las rodillas seguido del calzoncillo y su redondo trasero era observado y palpado cuidadosamente.

  • Precioso culo, nene. Efectivamente todavía está rojo y noto el calor de unos azotes recientes.
  • Así es, señor. El caballero que me eligió ayer noche consideró que me merecía una buena lección.
  • No le culpo. Muchas gracias y espero que estés disponible la próxima vez.
  • Gracias, yo también lo deseo, señor. Si me permite vestirme les dejo a solas para que disfrute de Pablo. Es muy obediente y dócil.

Cuando Sebastián se retiró, el caballero se quitó los zapatos, se sentó en el sofá y se dispuso a relajarse en muy buena compañía.

  • Nene, levántate y ven aquí.
  • Sí, señor.

Pablo se acercó al sofá y colocó de nuevo las manos en la nuca mientras le bajaban los pantalones hasta los tobillos y le mandaban que se los quitara. Los calzoncillos no tardaron en correr la misma suerte y, desnudo de cintura para abajo, el joven se puso de rodillas para que le quitaran igualmente el chaleco, la camisa y la corbata.

Una vez totalmente desnudo, el caballero contempló y acarició largamente la piel pecosa y muy suave del muchacho.

  • ¿Puedo hablar, señor?
  • ¿Qué pasa, nene?
  • Quería darle las gracias por elegirme. Bruno y Massar son chicos muy guapos, diría que más que yo. Me siento halagado y estoy agradecido de poder estar aquí con usted.
  • Eres muy amable, nene. Pero eso no te va a dispensar de ser azotado.
  • Naturalmente, señor. Mi cuerpo está a su disposición.
  • Colócate en posición sobre mis rodillas.

El caballero notó el deseo de Pablo por complacerle y quiso ponerle las cosas fáciles. Empezó a acariciarle la espalda y las nalgas y a darle azotes con suavidad. Prontó incrementó el ritmo de los golpes y disfrutó del enrojecimiento, pálido al principio, del culito del joven. Cada piel y cada trasero eran diferentes, y también la forma de reaccionar de cada chico ante el castigo. La manera de gemir de Pablo era deliciosa, sobre todo cuando alternaba azotes y caricias y los gemidos eran de placer y dolor a la vez. Pronto las nalgas cogieron un tono rojo ya notable, y solo entonces el caballero separó las nalgas del joven, disfrutó de la vista de su ano e introdujo con firmeza pero con suavidad el dedo medio en su interior. Notó la erección de Pablo al ser penetrado; como sospechaba, estaba ante un sumiso nato. Tras juguetear dentro del joven, reanudó con más brío los azotes; los jadeos se redoblaron.

Durante la cena Pablo había deseado y al mismo tiempo temido el momento de entregarse al hombre que lo había elegido para ser castigado y darle placer. Para él el haber sido admitido como chico del club, una posición que no todos los aspirantes conseguían, no era solo una forma de conseguir ahorros y bienestar económico. Desde muy joven le seducía la idea de ser usado por hombres maduros, y también la de ser castigado y azotado, pero tenía miedo a la vez de no saber aguantar el dolor y de no estar a la altura. Con el caballero de esa noche volvió a sentir la agradable sensación, que solo había experimentado hasta el momento con uno de sus clientes, que por desgracia no había vuelto a aparecer por el club, de estar en manos de un hombre que sabía lo que hacía y al que deseaba entregarse. Le ardían las nalgas pero tenía la sensación de estar en el lugar que le correspondía recibiendo el castigo que necesitaba.

El culito del muchacho tenía ya un tono rojo intenso; era el momento de cambiar de postura y de pasar a la segunda etapa en los azotes. El caballero lo levantó con sumo cuidado, lo sentó desnudo en sus rodillas y lo tomó con fuerza entre sus brazos besándolo largamente. Sonriendo, lo levantó y lo llevó en brazos hasta la banqueta de castigo. Allí Pablo tuvo que erguirse para a continuación inclinarse y dejar que le sujetaran ambas muñecas y ambos tobillos a las argollas de la banqueta. Además unas cintas agarraron su espalda y sus muslos, inmovilizándolo de manera casi total.

La banqueta obligaba al joven a arrodillarse y a inclinar el torso hacia abajo, elevando sus nalgas y colocándolas en la posición perfecta para ser azotado, o también para ser violado. El caballero disfrutó del hermoso espectáculo de un culo juvenil ofrecido ante él, con las nalgas enrojecidas abiertas y el apetitoso ano a la vista, rodeado del periné y de los testículos totalmente afeitados, como era norma en el club. Sonriente, sopesó las distintas varas disponibles en el recipiente de instrumentos de castigo del que disponía la habitación, preguntándose cuál sería la más idónea. La fina provocaba un impacto más suave pero más agudo y cortante, mientras que la gruesa era menos dolorosa en el momento pero escocía mucho más a largo plazo. Se decidió finalmente por la fina y la chasqueó en el aire.

  • La vara te va a doler, nene.
  • Sí, señor. Si lo desea puede amordazarme para que no grite.
  • Me gusta oírte gemir, nene.
  • De acuerdo, señor. Gracias por castigarme, señor.
El muchacho era encantador y daría buenas referencias de él a Martín, que tomaba mucho en consideración las opiniones de los miembros del club sobre los empleados.
Tras cortar de nuevo el aire, la vara impactó sobre las tiernas nalgas desnudas del joven, provocándole un aullido sofocado. El caballero dejó pasar unos segundos antes de golpear por segunda vez.

El sonido de la puerta interrumpió el tercer azote. El caballero cayó en la cuenta del motivo de la llamada antes de que Martín entrara para explicarlo.

  • Lo lamento, señor. Odio interrumpir un castigo pero el cuarto está reservado para una hora por defecto. ¿Desea ocuparlo una hora más?
  • Sí, por favor. Este jovencito necesita aún una buena ración de vara.
  • Perfecto, señor. Déjeme activar el pulsador para que la habitación aparezca ocupada.
  • Gracias y disculpa que no lo haya hecho yo mismo. Adelante.

Sin preocupase de la presencia de Martín, el caballero reanudó el castigo con un nuevo chasquido de la vara sobre el culito de Pablo, que gimió con delicadeza. Las finas marcas de la vara empezaban a hacerse perceptibles en ambas nalgas cuando sonó el cuarto azote.

Después del sexto varillazo, el caballero se giró al caer en la cuenta de que Martín seguía en la habitación. Su expresión delató que estaba disfrutando de la contemplación del castigo.

  • Disculpe, señor. Tiene usted una excelente técnica con la vara.
  • Muchas gracias, joven. Tal vez quieras probarla tú también.
  • Ojalá tuviera tiempo, señor.
  • Un par de azotes, solo. Date un descanso y ocupa la banqueta vacía.

En varias habitaciones había dos banquetas para cuando un caballero quería disponer de dos chicos a la vez.

  • ¿No es molestia, señor?
  • Al contrario, será un placer.
  • Gracias, señor.
Martín se acercó a la banqueta y colocó las manos en la nuca. El caballero le bajó con satisfacción los pantalones, notando que los calzoncillos blancos eran idénticos a los de los empleados. Los bajó para admirar unas nalgas redondas y carnosas que no tenían nada que envidiar a las que solía azotar en el club.

Una vez desnudado, Martín se arrodilló obediente en la banqueta colocando su trasero en perfecta posición para la vara. Su ano y periné estaban también perfectamente afeitados. El caballero tuvo el placer de comprobar que el rumor de que Martín se ofrecía ocasionalmente para jugar con los buenos clientes del club no era una leyenda. La vara no tardó en impactar sobre su redondo trasero; el encargado no se atrevió a gemir abiertamente, pero sí suspiró de forma muy varonil al recibir el segundo impacto de la vara. Fueron cinco en total los azotes que podían contarse perfectamente a través de las marcas rojas horizontales que interrumpían la blancura de las nalgas.

  • Gracias, señor, pero debo atender a los clientes y a los muchachos, tenemos todas las habitaciones ocupadas. Pero ha sido un placer, maneja usted muy bien la vara.
  • Gracias a ti, Martín. Habrá otras ocasiones para continuar el castigo.
  • Así lo espero, señor.

Martín le guiñó el ojo mientras se subía los calzoncillos. El caballero, satisfecho, volvió a prestar atención al culito de Pablo, que le esperaba ofrecido y sumiso para la continuación de su castigo, que se reanudó con un nuevo chasquido seguido del gemido provocado al intensificarse el escozor de las nalgas.

Aunque el caballero tenía planes de un castigo más largo y variado para Pablo, los sollozos que el joven emitió ante la aplicación continuada de la vara le excitaron tanto que aprovechó el cómodo diseño de los pantalones para caballeros en el club, que permitían abrir la bragueta y ser servidos por los chicos sin necesidad de desnudarse. Agarró al muchacho del pelo y atrajo su boca hacia su gigantesca erección. Y allí Pablo le demostró sus grandes habilidades orales; la boca insaciable del joven, que succionaba y acariciaba con la lengua con una pasión que era evidente que no sabría mostrar de no haber sido azotado severamente antes, interrumpió de nuevo los planes del caballero. Aunque este tenía intención de violarlo tras usar su boca, las caricias de la lengua ansiosa del muchacho le hicieron alcanzar el clímax inmediatamente con solo pensar en la visión de su ano sonrosado entre las nalgas azotadas, rojas y calientes; sin poder contenerse, liberó el miembro de la boca golosa que lo encerraba para eyacular una gran cantidad de esperma sobre la cara del sumiso.

Martín no tardó en aparecer para inspeccionar el estado del trasero del muchacho. Le acarició el culito mientras comentaba que las marcas de la vara, y el escozor que iba a sentir al sentarse, desaparecerían al cabo de unas 24 horas; tras separar las nalgas y comprobar mediante la introducción del dedo que, efectivamente, el joven no había sido violado y la penetración había sido solo oral, estableció la tarifa por el servicio, que incluiría la compensación al no poder ofrecerse Pablo a ningún señor la noche siguiente y tener que limitarse a ayudar al mantenimiento del club. El caballero encontró la tarifa razonable, más aún cuando Martín le confirmó con un nuevo guiño que los azotes que él recibía eran siempre una propina para el cliente, pero exigió una comprobación visual y táctil de que no habían quedado señales de la vara en las nalgas del encargado. Con una sonrisa, Martín se bajó los pantalones y los calzoncillos él mismo antes de poner las manos en la nuca en señal de sumisión.