lunes, 31 de diciembre de 2018

Relato BDSM: El banquete

EL BANQUETE

Sebastián se dirigió al mercado aquella mañana con una intención muy precisa. Sabía que tendría que estar a primera hora para conseguir una buena oferta evitando la aglomeración que no tardaría en producirse cuando se corriera la voz. Afortunadamente el amo tenía contactos, era un buen cliente y Sebastían, a quien todos conocían como su mano derecha, recibía chivatazos de los mercaderes cuando llegaba nuevo producto de calidad. Las horas de ventaja eran clave.
El viejo sirviente, que se ocupaba de los asuntos del amo desde antes del nacimiento de este, como a veces le gustaba mencionar, prefirió, como siempre, hacer gala de la prudencia que su señor tanto apreciaba y no crear expectativas, aunque esta ocasión tenía el presentimiento de que iba a encontrar lo que el amo buscaba. Max, el mercader que le había llamado la noche anterior, conocía bien el género y era de fiar. Últimamente el señor de la casa estaba de mal humor, enfurruñado, y Sebastián conocía la mejor forma de animarle; pensaba en ello mientras entraba en el mercado, atravesaba la zona de alimentación y se dirigía a la parte, cerrada y reservada al público masculino, donde se exhibía el producto especial que andaba buscando.
El portero le saludó cordialmente y, como viejo conocido que era, fue flexible con las normas y no le aburrió advirtiéndole acerca de la peculiar mercancía que se vendía en el interior. Sabía que no iba a herir su sensibilidad precisamente sino todo lo contrario, y Sebastían bromeó al respecto mientras entraba.
Al introducirse en el recinto, iluminado a través de claraboyas y sin ventanas al exterior para asegurar la intimidad de los clientes, la impresión del producto expuesto fue inmejorable. Había oído hablar de la belleza de los jóvenes de las nuevas colonias del imperio pero la realidad superaba con creces cualquier foto o relato. Y jamás había visto tal abundancia de muchachos a la venta; Max no había mentido y, pese a sus habilidades comerciales, apenas había exagerado: Sebastían, que llevaba más de 20 años comprando esclavos para su amo y anteriormente 30 haciéndolo para el padre de este, no recordaba tanta cantidad, calidad y variedad en el producto desde hacía mucho tiempo. Chicos de todas las razas eran exhibidos totalmente desnudos en los mostradores y los mercaderes anunciaban que había más disponibles en catálogo. Los había altos, bajos, delgados, robustos, blancos, negros, simpáticos, serios, pícaros, tímidos, desde adolescentes hasta algún que otro treintañero, y tantos que era difícil decidirse solo por uno.
La expansión del Imperio y la incorporación de las últimas colonias había producido la llegada a la ciudad de un gran número de jóvenes de los pueblos sometidos. En las zonas más rebeldes, el ejército conquistador raptaba en venganza a los hijos varones de las familias opositoras, que se repartían como esclavos entre la tropa. En la mayoría de los casos, sin embargo, las familias de las nuevas colonias vendían a sus muchachos a los mercaderes de forma voluntaria, por considerarlo la mejor opción tanto para la economía familiar como para el futuro de los jóvenes, que podrían prosperar bajo la tutela, severa, eso sí, de un amo bien situado en la capital. Los precios habían bajado por el aumento de la oferta y este era el momento ideal para que Sebastián encontrara un compañero joven, leal, sumiso y guapo para su amo.
Delante de cada joven había un pequeño panel con su descripción; las habilidades de cada uno y los trabajos que sabían desempeñar en el hogar, si eran esclavos de primera o segunda mano, su experiencia previa, si eran vírgenes de boca y / o ano o si habían sido ya entrenados, y por supuesto su precio, que el viejo sirviente encontró mejor que razonable. Tras echar un vistazo a los excelentes músculos de los muchachos formados para trabajos manuales, el mayordomo se dirigió a la zona de esclavos de compañía, especializados en acompañar y servir al señor de la casa.
Aunque aquí los jóvenes estaban igualmente desnudos para que los mercaderes exhibieran su belleza y pudieran sacarle el máximo provecho económico, los paneles descriptivos eran mucho más extensos en detalles. Estos muchachos no solamente iban a proporcionar placeres carnales a sus amos y hacer tareas domésticas básicas, sino que se les proponía para acompañar al señor de la casa en la actividad diaria y en viajes, entretenerle, ser corteses con sus visitas y desempeñar funciones de gestión de cierta complejidad; para ello debían tener una sólida formación, conocimientos de lenguas y nuevas tecnologías que les permitieran ser administradores de la propiedad del amo en el futuro. Su precio era por ello muy superior; tener esclavos de compañía era una muestra de distinción y por eso aquel día era una ocasión tan buena para conseguir uno por un precio considerable pero asequible.
Sebastián leía los currículos de los jóvenes en los paneles y se deleitaba también con sus bonitos rostros, sus torsos, sus piernas y, sobre todo, sus nalgas, una preferencia que compartía con el amo. Los mercaderes colocaban su apetitosa mercancía en diferentes posiciones para atraer a los compradores; se fijó en un grupo de cuatro chicos inclinados para hacer su trasero más prominente y ofrecerlo sumisos a los clientes potenciales. Uno de los culos, redondo, carnoso y muy apetecible sin ser demasiado voluminoso, le llamó la atención. Se giró para ver la cara del muchacho, y supo entonces que había encontrado lo que buscaba. Un cuerpo delgado natural, sin espaldas, brazos y hombros ancheados artificialmente, un culito voluptuoso y una cara dulce con un poso de tristeza lógico en alguien tan joven que acababa de experimentar un cambio de vida tan brusco; mientras otros chicos intentaban borrar su inseguridad mostrando una falsa satisfacción para resultar más apetecibles, la ternura que vio en los ojos de aquel joven le conmovió. Conocía bien los gustos del amo, y sobre todo sus necesidades. Había muchachos más guapos, más exóticos, más sensuales y con mejores cuerpos, pero muy pocos con un culo tan azotable y menos aún con aquella capacidad de despertar confianza.
El joven se llamaba Lucas, tenía 21 años y su currículo no era excesivamente brillante para un esclavo de compañía. Hablaba dos idiomas y antes de ser vendido cursaba estudios universitarios; no destacaba en nada especial. Pero al amo no le gustaban los chicos pedantes ni intelectuales, sino los muy sumisos y, aunque jamás lo reconocería, sensibles y cariñosos, y eso es lo que Lucas transmitía. Ya se le educaría debidamente, y severamente, en las aptitudes que iba a necesitar en la casa.
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El amo leyó el mensaje de Sebastián, en el que hacía referencia a una agradable sorpresa, pero lo olvidó a los cinco minutos. Los negocios familiares le habían dado un día muy cansado, y encima le había enfadado el mensaje de Tito, un antiguo esclavo emancipado que volvía a necesitar dinero. De nuevo le contaba una historia sobre obras que tenía que hacer en su casa, pero el amo, que tenía muy buenos confidentes en todas partes, sabía de buena tinta que tenía deudas de juego. Cumplidos ya los 30 años, el amo había pensado que permitirle emanciparse era la única forma de que aquel cabeza hueca madurara, pero había sido un error. O tal vez con Tito evitar el error era imposible. Como conocía a su prestamista y este le debía un favor, solucionó el problema con una llamada en la que consiguió ampliar el plazo para devolver el dinero a cambio solamente de la promesa de azotar severamente a su antiguo esclavo, cosa que el amo pretendía hacer, y con gran gusto, tan pronto tuviera ocasión.
Mientras se resolvía este incidente, en casa Sebastián ultimaba la preparación de Lucas para presentarlo a su nuevo amo. El muchacho, educado y temeroso durante el camino a su nuevo hogar, había obedecido sin dar problemas cuando el mayordomo lo desnudó y le hizo esperar con las manos en la nuca en señal de sumisión mientras preparaba su aseo. Tampoco tuvo ningún mal gesto al ser acompañado desnudo del brazo hasta el cuarto de baño; ni siquiera intentó cubrirse cuando en el pasillo se encontró con otro de los esclavos de la casa, que le dirigió una mirada divertida. Sebastián le sujetó las manos a una barra en la pared para poder bañarle con comodidad; ni siquiera en las partes más delicadas del baño, como la retirada del prepucio para enjabonar el glande o la penetración con el dedo para hacer lo propio con el ano y periné, el muchacho ofreció resistencia alguna. Algo había tenido que ver, eso sí, el sacudidor de alfombras que colgaba de un gancho en la pared junto a las toallas y que el mayordomo le aclaró nada más llegar que servía para calentar los culos de los jovencitos que se portaban mal durante el baño y que tenía la intención de usarlo al primer comportamiento inapropiado.
Una vez limpio, el joven fue colocado a cuatro patas sobre un dispositivo muy versátil que todos los jóvenes esclavos de la casa habían probado muchas veces; servía para afeitarles la zona perianal, para azotarles en las nalgas o para violarlos. Sebastián no pudo menos que apreciar de nuevo lo deseable y hermoso del culito ofrecido ante él y salió de su mutismo mientras llenaba de espuma los alrededores del ano del joven.
- Precioso culito, nene. Al amo le va a gustar mucho.
- ¿Usted cree, señor? Gracias; espero agradar al amo.
- Solo tienes que ser muy obediente y educado; poner buena cara y hacer todo lo que se te diga. Ahora muy quietecito que tengo que pasarte la cuchilla.
- Sí, señor. El amo no quiere que tenga pelos, ¿verdad, señor?
- Eso es nene, el amo te quiere bien afeitado. Así, muy quieto.
- ¿Esta pieza en la que estoy agachado se usa también para azotar a los esclavos, señor?
- Eso es, para afeitaros y también para azotaros en caso de falta grave, con la vara o la correa. Para las faltas leves, el amo te colocará sobre sus rodillas y te azotará con la mano o con una regla.
- ¿Me azotarán esta noche, señor?
- Eso lo decidirá el amo. Pero es muy probable que quiera mostrarte lo que te espera en caso de desobediencia.
- De acuerdo, señor.
Al llegar a casa, el amo se encontró con un bonito espectáculo que suavizó su expresión ceñuda nada más entrar. Un precioso trasero desnudo colocado en pompa; la ausencia total de pelos le permitió apreciar la belleza del ano y de la zona perianal ya desde la distancia. Se acercó para comprobar su suavidad y le encantó el ronroneo mezcla de temor y de placer que emitió al ser acariciado el jovencito inclinado en esa postura tan sensual.
El amo giró la cabeza inclinada del muchacho, que se encontraba totalmente desnudo y atado al dispositivo que le hacía elevar y ofrecer las nalgas, y su sonrisa se amplificó al ver la belleza y la dulzura de su rostro. Notó a su lado la presencia de Sebastián y sonrió.
- Así que esta era la sorpresa, viejo zorro. Un chico joven y guapo de los que a mí me gustan. ¿De quién es esta preciosidad?
- Suyo, señor. Es Lucas, su nuevo esclavo de compañía.
- ¿Que lo has comprado? ¿Pero con qué dinero? Debe valer un ojo de la cara.
Al aclarar el buen precio de la adquisición, el amo acarició con mano suave pero firme el hermoso trasero de Lucas mientras asentía confirmando la opinión de su mayordomo sobre el nuevo sirviente de la casa.
- ¿Qué haría yo sin ti? Ni yo mismo habría escogido mejor. Vamos a empezar a entrenarlo esta misma noche. ¿Ha llegado el sinvergüenza de Tito?
- Sí, señor, le espera desde hace un rato.
- Bien. Lleva a Lucas al salón para que presencie el castigo; prepara unas disciplinas duras y una buena vara para Tito, y también una vara junior para este joven. ¿Está dilatado?
- Parece virgen, señor. Lo he inspeccionado.
El amo humedeció su dedo índice con saliva antes de introducirlo con decisión aunque con cuidado en el ano del muchacho, comprobando que, en efecto, la vía era estrecha y habría que ensancharla. Sonrió con satisfacción al ver su erección incipiente; Lucas era un sumiso natural.
- Efectivamente. Habrá que entrenarlo entonces. Prepara también los dilatadores.
- Sí, señor.
- ¿Tito está preparado para su castigo?
- Todo listo, señor. Hago que le lleven al salón las disciplinas y la vara mientras traslado allí a Lucas.
- Gracias, Sebastián.
Al entrar en el salón, el amo comprobó que, tal y como su mayordomo le había indicado, Tito estaba fuertemente atado por muñecas y tobillos al poste de castigo y desnudo. Había engordado ligeramente tras su emancipación y su matrimonio, pero al amo no le disgustaba en absoluto la mayor redondez que notaba en sus nalgas.
Desde que había dejado de pertenecerle, el amo había tenido que castigar a Tito dos veces, por deudas y quejas de sus jefes en el trabajo, y esta sería la tercera. Naturalmente el joven rogó y suplicó que se le desatara, sobre todo al ver llegar a Jaime, uno de sus antiguos compañeros, portando las disciplinas y la vara con las que se le iba a azotar. El amo, haciendo caso omiso de las súplicas y de las promesas de enmienda, comprobó el buen estado de las disciplinas, unas tiras de cuero unidas en un mango a imitación de las antiguas herramientas empleadas para la flagelación o autoflagelación en los monasterios. Tras colocarse en la posición idónea, el amo, sin mediar palabra, descargó las disciplinas sobre la espalda desnuda de Tito.
El temor de Lucas era evidente ya desde antes de entrar en el salón, al que se le condujo desnudo y debidamente maniatado y amordazado. Los azotes y los gemidos de Tito se escuchaban en toda la casa, y la visión de la mitad superior de la espalda del joven notablemente roja habría sido impresionante para cualquiera sin experiencia en presenciar castigos, mucho más en un chico tan joven recién comprado como esclavo que sabía que antes o después se encontraría en la misma posición. Sebastián lo agarró con firmeza aunque sin violencia para que presenciara el castigo. También se encontraban en la sala Jaime y otro jovencito al que Lucas aun no conocía, ambos vestidos con una especie de uniforme compuesto por una camisa blanca y unos pantalones cortos. Lucas entendió que se trataba de otros esclavos que prestaban servicio en la casa y que se disponían a contemplar complacidos el castigo de su antiguo compañero.
Los azotes en la espalda continuaron durante varios minutos en los que los jadeos y gritos sordos del antiguo esclavo se intensificaban a ratos para convertirse en sollozos y murmullos. El amo, que conocía bien a Tito, ejecutó la merecida flagelación sin inmutarse hasta quedar satisfecho del tono de la espalda del joven. Se la acarició con calma durante un minuto antes de tomar la vara para iniciar la segunda parte del castigo, que se aplicaría sobre las nalgas desnudas, redondas y apetitosas.
Diez minutos después, el amo abrazaba a un lloroso Tito ya liberado, con la espalda y las nalgas muy rojas. A Lucas, a quien aterraba mirar el poste ahora libre por si iba a ser él quien lo ocupara a continuación, la escena le había perturbado enormemente y el cariño que ahora el amo mostraba por el joven al que acababa de azotar con bastante severidad le producía sensaciones tan encontradas que le producían una especie de mareo.
Tras el largo abrazo, el amo pareció recordar la presencia de Lucas y, tras amonestarle cariñosamente, se despidió de Tito y se dirigió hacia este, que bajó la mirada con gran aprensión. Lo tomó del brazo y se despidió del resto de los presentes mientras lo encaminaba hacia su habitación. El nuevo esclavo obedeció inmediatamente, aliviado de no haber sido atado al poste, pero recordando el comentario de su amo a propósito de una vara junior que le esperaba, probablemente en la habitación a la que se dirigían. Sebastián observó complacido como el amo conducía al joven esclavo desnudo y atado recién incorporado a la casa sintiéndolo ya de su propiedad.
Una vez en la habitación del amo, este se sintió muy complacido por lo bien que cuidaba Sebastián de los detalles; el instrumental para someter a Lucas estaba a su disposición encima de la mesa. Tranquilamente tomó la vara y la chasqueó en el aire para temor del joven a su servicio. Contempló las pinzas para los pezones, el collar, la mordaza y un aparato que su esclavo no pudo identificar inmediatamente, aunque intuyó que podía servir para encerrar su pene.
El amo sonrió en su interior al ver el temblequeo que Lucas intentaba disimular. Se acercó a él, lo agarró del cuello y lo trajo con él hasta la silla que estaba colocada en una posición en principio extraña en medio de la habitación. Se sentó y obligó al muchacho a ponerse de rodillas a sus pies para luego, en un movimiento hábil que pilló a su pupilo por sorpresa, colocarlo sobre sus rodillas.
El joven, inquieto y asustado al verse inmóvil con las manos sujetas sobre las rodillas de su dueño, se retorcía buscando una posición más cómoda. El amo empezó a acariciarlo para que se tranquilizara, y al cabo de unos pocos minutos el muchacho se encontraba tranquilo como lo que debía ser a partir de ahora, un animal de compañía que recibía caricias. La sensación de placer y al mismo tiempo de inquietud fue todo un descubrimiento para la líbido de Lucas, cuya erección empezó a hacerse perceptible sobre los muslos de su amo.
Este último comprendió que había llegado el momento de castigarle y levantó la mano que estaba acariciando las nalgas suaves del chico para hacerla caer de golpe. El azote resonó fuerte y sorprendió a Lucas, que no pudo evitar emitir un quejido antes de sentir el escozor de la mano fuerte y firme del amo sobre su otra nalga. Excitado por la contemplación y el tacto del hermoso trasero ofrecido sobre su regazo, el amo lo azotó con calma pero con continuidad durante las siguientes minutos.
Tras haber presenciado el castigo bastante más duro de Tito, Lucas se encontraba confundido ante la mezcla de placer y dolor que le proporcionaba la mano firme de su amo, que alternaba los azotes con las caricias. El amo buscaba a propósito estos sentimientos encontrados en el joven; tenía mucha experiencia en adiestrar a esclavos y Lucas no parecía ser un rebelde necesitado de que le pararan los pies sino un muchacho asustado necesitado de protección, y eso es lo que le quería transmitir. El joven parecía entender por su actitud, puesto que no había puesto ninguna resistencia en ser atado, desnudado ni conducido por la casa, cual era su lugar. Una paliza severa, como la que había recibido Tito y la que les había propinado en las nalgas a algunos de los esclavos que prestaban servicio en la casa en su primera noche, le hubiera despertado terror y ansiedad, y no era ese el objetivo, sino que entendiera que como esclavo debía ser azotado regularmente, pero la experiencia podía no ser tan desagradable si mostraba una total sumisión, como lo estaba haciendo.
No obstante, el amo sabía bien que hasta el jovencito más obediente y amable debía no temerle pero sí respetarle, y tener claro que cualquier atisbo de desobediencia sería castigado y que la palabra del dueño y señor de la casa no tenía vuelta atrás. El amo había hablado de que el nuevo esclavo iba a probar la vara, así que había que usarla. Con mucho cuidado, levantó al joven de su regazo, contempló el color rojo moderado que había tomado su bonito trasero y lo llevó despacio hacia una plataforma idéntica a la que el chico ya conocía por haber estado atado en ella nada más llegar a la casa; Lucas, de hecho, se preguntó si era la misma hasta que por algunos detalles en su construcción vio que era otra distinta y pensó que, si disponían de estos dispositivos en toda la casa, estaba claro que su uso debía ser muy frecuente.
Tomándose su tiempo, le sujetó muñecas y tobillos a la plataforma. Con una cuerda le rodeó también el torso inmovilizándolo completamente, con la cabeza inclinada impidiéndole ver más que el suelo y las piernas muy abiertas. El joven notaba la vulnerabilidad y la exposición de sus nalgas y su ano; sin embargo la autoridad natural de su amo y la mano firme que acariciaba su cuello y su pelo le tranquilizaron, incluso al escuchar el chasquido de la vara cortando el aire.
Lucas pegó un respingo al sentir el golpe de la vara, intenso y penetrante. Emitió un gemido que gustó al amo, volviendo a demostrarle que no estaba ante un gallito al que hubiera que meter en cintura sino ante un sumiso que se iba a adaptar deprisa a su nueva vida. Se aseguró por lo tanto de que los azotes se hicieran sentir, y disfrutó viendo las hermosas marcas horizontales que dejaban en las nalgas indefensas y expuestas del joven y escuchando sus jadeos, pero sin forzar sus límites. Tras unos diez golpes, acarició las nalgas y disfrutó sintiendo su calor mientras advertía a su esclavo:
- Esto no es más que un aviso, nene. Si incumples una orden mía o de Sebastián serás azotado fuerte con esta vara. ¿Crees que podrías aguantar un castigo como el de ese bribón de Tito?
- No, señor, creo que no podría. -El muchacho respondió con voz entrecortada y temblorosa.
- Entonces tienes que obedecer cualquier instrucción que se te dé, inmediatamente y sin contestar ni mucho menos poner pegas. Poniendo siempre buena cara. Si eres completamente sumiso, recibirás caricias y nos entenderemos bien. ¿Entiendes, nene?
- Sí, sí, señor.
- Correcto. Y, salvo que se te pregunte otra cosa, esas son las únicas palabras que debes decirnos a mí y a Sebastián: sí, señor.
Acarició las nalgas con más fuerza y descargó en ellas un azote con la mano. El joven comprendió que debía mostrar su conformidad.
- Sí, señor. Entendido, señor.
- Buen chico; ahora voy a desatarte para colocarte en castidad y para dilatarte, nene. Vas a ser entrenado como esclavo doméstico a mi servicio. No tienes que preocuparte de nada más que de obedecer y hacer lo que Sebastián y yo te indiquemos.
Tras desatarlo, el amo levantó al muchacho con cuidado de la plataforma de sumisión; un alzamiento brusco a veces podía causar un desvanecimiento, sobre todo en un esclavo novato. Le acarició el pelo de manera firme y paternal y le animó a que sacudiera tobillos y muñecas para desentumecerlos, con la amenaza de volver a atarle a la menor resistencia que ofreciera se le ponía en castidad y se le dilataba.
Sebastián entró en la habitación en el momento propicio para ayudar. Mientras Lucas yacía inmóvil en la cama con las manos en la nuca, los dos hombres agarraron sus testículos y los encerraron en la jaula metálica de castidad, añadiendo luego la funda que sujetaba el pene impidiendo cualquier amago de erección. Lo cerraron y se repartieron ambas copias de la llave. La jaula permitía al muchacho orinar y le recordaba que esa era la única función de su pene de ahora en adelante.
Tras felicitarle por su buen comportamiento, le hicieron darse la vuelta. Sebastián no pudo evitar comentar y expresar su satisfacción al ver las marcas de la vara en las nalgas del joven, cuya belleza alabó también antes de opinar, a petición del amo, acerca del grosor más adecuado del dilatador que introducirían en el ano del joven. Debía resultar efectivo y solo ligeramente molesto para dilatar la mucosa de manera progresiva sin dañarla. Frente a amos que pregonaban la brutalidad y la conveniencia de desgarrar a los muchachos a su servicio, el señor de la casa tenía claro que un poco de paciencia era la mejor opción; con un tratamiento intenso con dilatadores como el que tenían pensado para él, en unas pocas semanas Lucas estaría más que listo para satisfacerle y ser violado con total sumisión y sin resentimiento.
A pesar de sonoros suspiros y quejas, el dilatador fue introducido en toda su longitud en la cavidad rectal del esclavo, que tendría que retenerlo al menos durante una hora. Sebastián acarició las nalgas del joven antes de proceder a atarlo a la cama, procurando que las cuerdas no dañaran la piel y le permitieran una cierta movilidad sin que existiera la opción de soltarse. Una vez sujeto el joven, el veterano mayordomo se retiró dejando al señor de la casa con quien era evidente que sería desde aquel momento su esclavo predilecto.
El amo se desvistió y se metió en la cama con el joven desnudo. Lo abrazó estrechamente, de manera que Lucas se vio envuelto en los brazos fuertes del amo y notó su miembro tieso pegado a sus nalgas. El calor de su cuerpo lo tranquilizó, o simplemente su mente se desvaneció después de las experiencias tan intensas del día, durmiéndose plácidamente protegido por el cuerpo fuerte de su dueño.
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El adiestramiento de Lucas se desarrolló durante las siguientes tres semanas. El muchacho aceptó su rutina de levantar a su señor con una larga y suave felación, puesto que al amo le gustaba tener un dulce despertar por las mañanas. A partir del tercer día, una ligera seña tras desatarle era suficiente para que la boca del joven se dirigiese a su siempre tieso objetivo. A continuación, Sebastián lo bañaba meticulosamente y, a partir de la segunda semana, lo vestía con el uniforme de los esclavos de la casa; durante la primera semana y fase de su educación, había tenido que permanecer desnudo en todo momento. Si el amo se encontraba en casa, revisaba su indumentaria y salía con él de paseo; lo llevaba agarrado de la mano y con una vara en la otra, indicando que el joven que lo acompañaba se encontraba bajo su control, lo cual era ya obvio por el uniforme y los pantalones cortos del joven. Si se encontraba ausente, era Sebastián quien lo sacaba, también llevando la vara y agitándola en el aire de vez en cuando.
La intuición del amo no falló: Lucas era obediente por naturaleza; le gustaba recibir órdenes y complacer, y su dueño se aseguraba de reforzar esa tendencia natural mediante caricias y recompensas, a veces en forma de muestras de confianza. El muchacho tenía cierta formación y Sebastián, que tenía ya una edad, había pensado en él para reemplazarle en el futuro como mano derecha del amo en la casa. Naturalmente empezando desde abajo, aprendiendo tareas de gestión sencillas como avisar de qué artículos se acababan y qué compras eran necesarias, y sin descuidar su tarea principal, que era el dar compañía al amo: a veces conversación y, cuando no se le preguntaba, limitándose a permanecer callado a su lado o en su regazo. Por las noches después de una jornada complicada, o los sábados por la mañana cuando se podía disfrutar del día y de los pequeños placeres de la vida, al amo le divertía tratarlo como a su perrito, haciéndole caricias y sometiéndole a amables torturas de cosquillas, que solían acabar en azotes benévolos cuando el cachorro se retorcía e intentaba librarse de los dedos perversos del dueño.
El lugar especial que ocupaba Lucas en la casa, en la que nunca había habido un esclavo de compañía sin una función específica asignada, naturalmente había suscitado recelos entre los otros jóvenes. El amo y Sebastián, que ya habían previsto y comentado entre ellos estas tensiones inevitables, estaban preparados cuando estas desembocaron en ciertas faltas de disciplina que fueron rápida y severamente castigadas. Precisamente por su posición de privilegio, el amo esperaba un comportamiento ejemplar de Lucas y no dudaba en azotarlo delante de sus compañeros, para gran deleite de ellos, cada vez que este se dejaba arrastrar por insidias o comentarios malintencionados fruto de la envidia y daba una mala contestación.
Por supuesto, Lucas era entrenado también en dar placer. Su técnica masturbatoria y felatoria había hecho progresos significativos desde su llegada. El amo recurría a veces a algún otro esclavo de la casa, sobre todo el camarero, que era el que tenía la boca más experta, para que el nuevo mozo de compañía aprendiera de sus habilidades. El aprendizaje entre iguales funcionaba, y el camarero, un muchacho unos cinco años mayor que él y que llevaba ya siete sirviendo al amo y conociendo de manera experta su miembro y las maneras de estimularlo, enseñó a Lucas muchas técnicas y trucos. El amo se relajaba y, con gran deleite, se dejaba hacer por las bocas de los dos jóvenes desnudos arrodillados a sus pies.
Por fin llegó el día, en el plazo que había calculado Sebastián, en el que los dilatadores habían ensanchado la cavidad natural de Lucas lo suficiente para ser penetrado también analmente. El amo lo comprobó con gran satisfacción esa noche y a la mañana siguiente informó de ello a su mayordomo, así como de otra noticia que llenó a este último de satisfacción: Lucas iba a ser presentado en sociedad a través de un simposio o banquete.
Esta tradición de la antigua Grecia había sido recuperada por algunos de los señores más influyentes de la ciudad; el amo, más sencillo y discreto, había tildado en su día esta práctica de esnobismo y no era amigo de organizar estos eventos sociales. La organización de un simposio para la presentación en Lucas de sociedad, por lo tanto, tenía un gran significado, y más cuando ninguno de los esclavos adquiridos anteriormente por el amo habían sido objeto de tal atención. Algunos de los simposios griegos, de acuerdo con las investigaciones de los arqueólogos e historiadores, habían tenido como función la presentación en sociedad del nuevo efebo del que un caballero influyente se había hecho mentor y las cerámicas de la época muestran a los invitados varones del dueño de la casa tocando a chicos desnudos. Era obvio que el amo pretendía recuperar este modelo de evento y presentar a su esclavo predilecto a sus amistades, correspondiendo a invitaciones de naturaleza semejante donde había disfrutado de jóvenes muy apetecibles.
En varios casos, los esclavos objeto de simposio habían sido luego emancipados, adoptados y convertidos en hijos y herederos naturales de sus amos, sin que ello, por supuesto, hubiera supuesto ningún cambio en la obediencia y la sumisión debida a los señores de la casa ni en el régimen disciplinario de los jóvenes, que seguían siendo azotados y desnudados delante de las amistades masculinas de sus padres igual que los esclavos con los que compartían techo.
El amo pensó en los caballeros a los que debía invitar; tendría que corresponder a quienes les habían presentado a su vez a sus nuevas adquisiciones, además de otros amigos de confianza y personas de su círculo social más estrecho que compartían su punto de vista de que los jóvenes debían ser compartidos entre amigos y su gusto por utilizarlos en público. Tras hablarlo con Sebastián, cerró un grupo de ocho invitados, previando que alguno declinaría su asistencia por algún compromiso y que otros se limitarían a disfrutar observando pero no participarían activamente. Calcularon que serían alrededor de cinco los caballeros que utilizarían a Lucas; un reto para el chico, pero asumible.
Hasta ese momento el joven tenía ya cierta experiencia en ser cedido y utilizado por otros caballeros, precisamente dos amigos del amo que habían sido invitados al simposio. Como muestra de estatus, era costumbre entre los hombres de posición el tener en el salón de la casa a uno o dos chicos desnudos en posición de sumisión. Aunque fuera en general poco amigo de prácticas ostentosas, el amo sí recurría a esta forma de distinción, puesto que la veía como un acercamiento al mundo natural: el patriarca mostrando su dominio a través de la obediencia de los machos jóvenes de la manada. Por lo tanto cuando había visita dos de los chicos de la casa debían desnudarse, colocarse cara a la pared con las manos en la nuca y esperar instrucciones. A la hora de acercarse a la mesa de los señores para servirles las bebidas, no se consideraba de mal gusto sino todo lo contrario que el visitante acariciara las nalgas desnudas del esclavo y emitiera algún comentario favorable relativo a su redondez o suavidad, que el joven debía agradecer con humildad antes de retirarse hacia su rincón a la espera de nuevas órdenes. Si la charla era distendida y si los caballeros acababan tomando alguna copa de más, no era raro que los invitados pidieran permiso al amo para recibir un servicio oral del esclavo que fuera más de su agrado. Uno de los mejores amigos del amo, muy apreciado socialmente por su generosidad, ponía a disposición de sus visitas los cinco traseros desnudos de sus esclavos, puestos en fila con los calzoncillos por las rodillas y las manos en la nuca, todos ellos jóvenes y muy agradables a la vista, para que el invitado los observara, palpara y seleccionara su favorito para azotarlo o violarlo.
Naturalmente a Lucas le había tocado en más de una ocasión la tarea de entretener a las visitas en el salón; si se trataba de una cita de negocios, para enfatizar más el rango de macho alfa del anfitrión y la sumisión de los jóvenes varones de la casa, estos últimos debían tener las nalgas rojas, evidenciando que eran azotados regularmente. La primera vez que él y otro muchacho fueron llamados a toda prisa al salón, desnudados y colocados sobre las rodillas del amo y de Sebastián respectivamente, la desorientación de Lucas fue total al empezar a ser azotado sin conocer el motivo. La tranquilidad del otro joven, que recibía los azotes sin extrañeza, le hizo pensar en principio que le estaban considerando cómplice de alguna infracción cometida por este. En esos casos, sobre todo si la reunión era fructífera, más tarde, cuando la visita se había marchado, los chicos recibían algún pequeño premio o compensación por el castigo inmerecido.
No obstante, en su simposio de presentación en sociedad, Lucas sería el centro de atención y tendría que dar servicio y relax a varios caballeros, que tomarían turnos o más bien lo utilizarían a la vez, como le recordaba Sebastián guiñándole un ojo:
- Recuerda que los chicos tenéis dos vías que os permiten servir fácilmente a dos señores de manera simultánea. O incluso a veces dos amos intentan compartir la misma vía y se dan situaciones divertidas.
El prestigio del amo estaba en juego, y también el suyo. Si el simposio era un éxito su posición como favorito de la casa, heredero de Sebastían, y quién sabe si del propio amo tras una adopción, estaría ya consolidada y el joven habría conseguido el objetivo de su familia al venderlo al mercader de esclavos: un estupendo porvenir en una casa respetable que no podría conseguir de ninguna otra forma. El amo, por su parte, debía mostrarse generoso y ofrecer a Lucas sin condiciones ni límites; contaba con la caballerosidad de sus invitados para no propasarse, y azotar y violar al joven con energía pero sin brutalidad.
Finalmente los ocho caballeros aceptaron amablemente la invitación, mostrando la gran consideración social que tenía el amo. Se presentarían con regalos, seguramente pensados para la dominación del joven: varas, látigos, palas, mordazas, arneses, que serían probablemente estrenados ya durante el propio banquete.
La noche anterior al mismo, a Lucas le habría costado conciliar el sueño de no haber sido por el amo, que lo envolvió en sus brazos hasta quedar dormidos ambos. Sebastián se acercó sigilosamente para cerrar la puerta de la habitación. La estampa del joven sumiso y confiado protegido por su amo le enterneció y le convenció de que ya podía jubilarse tranquilo.



martes, 28 de agosto de 2018

Relato BDSM: La cofradía

Espero que os guste este nuevo relato. 

Un aviso dada la temática del relato: aclaro que no tengo ninguna intención de criticar ni ofender a las cofradías ni a ninguna práctica religiosa, igual que escribo relatos sobre sumisión, amos y esclavos y no soy para nada defensor del esclavismo. Si a alguien le ofenden los relatos eróticos donde se hace referencia a estos temas, le sugiero que no lo lea.

LA COFRADÍA

La vara chasqueó el aire y mordió de nuevo las nalgas del joven, que emitió un aullido contenido. Aun sabiendo que con ello solo conseguiría agotarse más y sentir más incomodidad, el muchacho intentó estirar los brazos y las piernas para mitigar el escozor del azote, pero una vez más notó el tirón de las correas que sujetaban sus muñecas y sus tobillos con firmeza a la banqueta de penitencia y le impedían casi cualquier movimiento. La impotencia le hizo emitir un quejido lastimero que se intensificó con el siguiente impacto de la vara.

Javi contemplaba el castigo con una tranquilidad que a él mismo le sorprendía, teniendo en cuenta que pronto iba a llegar su turno. Tras llevar meses preparando su iniciación en la cofradía por fin el momento se aproximaba ya; la penitencia del muchacho que le antecedía estaba a punto de finalizar. Había perdido la cuenta de los azotes, pero probablemente pasaran ya de cien, que era el número que solía tomarse como referencia. Las nalgas del joven estaban atravesadas desde la pelvis hasta la mitad posterior de los muslos de líneas de marcas de vara que, por su gran número, formaban prácticamente un continuo de tono rojo muy intenso. Lo mismo ocurría con los otros tres chavales que ocupaban las banquetas contiguas. El castigo de los cuatro había comenzado simultáneamente, y concluiría también a la vez, para luego ser reemplazados por otros cuatro jóvenes disciplinantes, Javi entre ellos.

Notó como el brazo de César, su cofrade mayor, que rodeaba sus hombros desde hacía un rato largo, lo apretaba con más fuerza contra sí para transmitirle apoyo. Javi le miró y este le guiñó el ojo y le devolvió una cálida sonrisa que incrementó aún más su confianza. Desde que se había puesto esa mañana el hábito de los penitentes sabía que ese era el sitio donde quería estar y, lejos de nerviosismo, sintió paz al ver como azotaban a sus jóvenes compañeros cofrades. Ya no experimentaba envidia como en los años anteriores, porque por fin estaba a punto de convertirse en uno más de ellos. César le azotaría, sentiría su vara con intensidad en sus carnes, aguantaría el castigo con la misma emoción serena de sus compañeros y sería un cofrade, uno más en la comunidad.

Uno de los miembros del patronato de la cofradía comenzó a hacer señales a los cuatro cofrades mayores que aplicaban los castigos; era señal de que había que ir acabando. El patrón pasaba al lado de cada uno de los disciplinantes, contemplaba sus nalgas azotadas, las palpaba verificando las señales y el calor del castigo, e indicaba al cofrade mayor que la disciplina del novicio era satisfactoria. Tras el repaso y visto bueno del patrón a los cuatro traseros ofrecidos, los cofrades acababan el castigo de los penitentes con un par de azotes finales antes de frotar las doloridas nalgas con sal y vinagre.

El escozor redobló los gemidos y llegó a provocar algún grito. El público asistente al ritual aplaudió el valor de los muchachos y el buen trabajo de los cofrades mayores que habían ejecutado la penitencia.

En el breve periodo mientras los muchachos castigados eran frotados con sal y desatados, Javi revivió con toda claridad la secuencia de acontecimientos que le habían llevado hasta ese momento.

Su fijación con entrar en la cofradía había corrido paralela a su obsesión por César. Recordaba a la perfección la primera vez que lo vio en casa de su mejor amigo, Jorge, en cuya familia, a diferencia de la suya, sí era muy relevante la cofradía y todos los varones pertenecían a ella. Javi soñaba con hacerse cofrade tan pronto cumpliera la mayoría de edad, y el sueño suyo y de toda su familia era ser admitido entre los disciplinantes, la categoría especial de penitentes que hacía tan singular y famosa a la cofradía y al pueblo en el que estaba ubicada.

La cofradía mantenía la tradición de la flagelación, y era la única en el mundo de la que hubiera constancia en la que los flagelantes no se castigaban a sí mismos sino que los miembros de mayor edad y experiencia del grupo, los cofrades mayores, azotaban a los más jóvenes. El rito se mantenía fiel a una tradición que se remontaba a la Edad Media y que era la forma de castigo empleada por los monjes en el antiguo monasterio del lugar. Los escribientes de la época habían dejado documentado el ritual correctivo en los códices custodiados en la biblioteca del monasterio; Jorge había enseñado a Javi la reproducción en facsímil donde se detallaban los dos tipos de castigo, uno para los novicios y otro para los hermanos jóvenes miembros recientes de la orden.

Los novicios recibían 100 azotes con una vara de fresno cuya longitud y peso estaban cuidadosamente estipulados en el códice, que también establecía que debía aplicarse en las nalgas desnudas. Los que ya habían profesado votos eran castigados con disciplinas, látigos confeccionados mediante tiras de cuero unidas por la base, que se aplicaban sobre toda la parte posterior del cuerpo del joven infractor, aunque las instrucciones de la orden recomendaban hacer hincapié en los omoplatos, las nalgas y la parte superior de los muslos, aplicando no menos de 200 azotes en total. Se había encontrado gruesos documentos que registraban por escrito los muy numerosos castigos infligidos en el monasterio durante siglos.

En algún momento hacia el final de la Edad Media, los habitantes del pueblo habían tomado la tradición de que los monjes azotaran en festividades señaladas a jóvenes varones seglares como ritual de penitencia, en ocasiones por propia voluntad de estos, en otras por decisión de su padre o del jefe de su familia, y en otras como forma de corrección por delitos y faltas de no excesiva gravedad, por lo que surgió la necesidad de atar a los disciplinantes. Los más jóvenes recibirían la vara de los novicios, vestidos con un hábito especial de disciplina cuya falda corta se subía dejando las nalgas al aire, mientras que los adultos eran flagelados totalmente desnudos, como mostraban numerosos grabados. Mientras en los primeros tiempos los disciplinantes eran mancebos solteros que pasaban a ser azotadores al casarse, en épocas posteriores los escritos recogían a muchos jóvenes casados obligados o presionados por sus suegros a disciplinarse. También en esa época se formó la cofradía y fueron los seglares quienes se encargaron de honrar las fiestas del pueblo y de flagelar a los disciplinantes.

Jorge instruyó a su amigo sobre toda la historia de la cofradía; Javi al principio no ponía mucho interés, influido como estaba por su familia, que no hacía mucho caso de las tradiciones del pueblo. Pero su postura dio un giro de inflexión al llegar un día a casa de su amigo y escuchar un ruido de palmadas interrumpidas por gemidos suaves que lo envolvió y lo turbó inmediatamente. Jorge estaba radiante y le contó que su hermano mayor, Álvaro, había sido aceptado como novicio nada más cumplir los 18 años y tenía ya un cofrade mayor que se encargaría de instruirlo y prepararlo para la penitencia.

Con deseo y aprensión al mismo tiempo, Jorge llevó a su turbado amigo hasta la habitación de su hermano y Javi todavía se excitaba ante el recuerdo, perfectamente vivo en su mente, de lo que vio al entrar. Un hombre desconocido de mediana edad estaba sentado en la cama de Álvaro y acariciaba con parsimonia no exenta de firmeza las nalgas desnudas muy rojas del joven, habitualmente un chicarrón pícaro y desenfadado, pero que en ese momento sollozaba de una forma casi infantil con los pantalones y los calzoncillos arrugados en torno a sus tobillos. El bonito y redondo culo del joven, la postura sumisa de este colocado sobre las rodillas de su instructor y la actitud dominante y decidida del hombre le resultó de una sensualidad que no habría podido explicar ni describir. César les sonrió como
si fuera ajeno al hecho de que hubiera un joven desnudo sobre sus rodillas cuyo culo rojo estaba sobando con deleite y les invitó a sentarse con una voz igualmente cautivadora.

- Tú eres el amigo del que Jorge me ha hablado, ¿verdad? Álvaro está comenzando hoy su instrucción para ser disciplinante en la cofradía. Lo está haciendo muy bien y estoy orgulloso de él. Estamos descansando un poco y luego continuaremos con los azotes. Podéis verlo si queréis, aunque tal vez prefiráis hablar de vuestras cosas.

Javi notó como César lo miraba de arriba a abajo y los ojos y la voz del hombre le generaron un estado casi hipnótico. No solo no podía pensar en nada que le apeteciera más que quedarse en aquella habitación y ser testigo de lo que allí pasaba, sino que deseaba seguir y obedecer a ese hombre en lo que le dijera, y percibía que Jorge sentía lo mismo que él. En ese momento entendió todo lo que le había contado su amigo sobre la cofradía y sintió la misma pasión y fascinación; su sentimiento quedó reafirmado a fuego cuando César reemprendió los azotes firmes con la mano sobre las nalgas desnudas de Álvaro, alternados con nuevos gemidos e hipidos del joven y con caricias durante una tanda y otra de palmadas. La seguridad y el convencimiento con la que azotaba el culo ofrecido sobre sus rodillas, con la naturalidad y la dedicación de quien cumple con un deber que representa el orden natural de las cosas, confirmó la atracción, aunque él no habría sabido definirla con esa palabra ni con ninguna otra, que sentía por el cofrade.

Unos minutos más tarde, Álvaro se encontraba de rodillas con las palmas de las manos juntas en actitud de oración, que era la posición que los disciplinantes debían adoptar después de su castigo. Javi y Jorge compartían su atención entre el culo muy rojo del joven y la penetrante mirada de su instructor, que le acariciaba el pelo mientras explicaba el proceso que tendría lugar durante los meses siguientes.

- Si todo va bien, podrás debutar en la cofradía en la próxima fiesta en primavera. Tenemos unos cuantos meses delante; tiempo suficiente pero no podemos descuidarnos. Necesitaremos una sesión por semana.

- ¿Una .... sesión .... por semana, señor? ¿Con azotes?

- Naturalmente, jovencito. Para poder recibir la vara en abril voy a tener que calentarte el culo con regularidad. Tranquilo, durante un mes o dos solo usaré la mano. Pero luego pasaremos a la correa antes de poder empezar con la vara, que es más cortante. Te acepto como discípulo en la cofradía si lo deseas; la próxima semana te traería ya tu hábito de disciplinante, y también la raíz de jengibre, y te prepararía. ¿Tienes claro que quieres seguir, nene?

- Por supuesto, señor.

A pesar del escozor de los azotes, Álvaro estaba eufórico; la semana siguiente tendría el hábito, el mismo que llevaría cuando le azotaran en la sede de la cofradía la primavera siguiente delante de todos los hombres del pueblo.

Más tarde Javi preguntó por la raíz de jengibre, y Jorge le explicó que los disciplinantes debían evitar apretar o contraer los glúteos cuando se les azotaba. Para obligarles a relajar las nalgas y como castigo adicional, los cofrades mayores podían introducir en el ano de los muchachos a los que instruían una raíz de jengibre que calentaba e irritaba la zona evitando que se apretaran las nalgas y añadiendo un componente más de humillación en el castigo. César era uno de los cofrades partidarios de la utilización del jengibre.

La preparación, por otra parte, consistía en un afeitado completo de la zona anal y perianal, puesto que ambas debían permanecer claramente visibles y prominentes durante los azotes. Álvaro sería afeitado y penetrado con la raíz de jengibre antes de sus azotes de la semana siguiente.

Desde aquella tarde en casa de su amigo, Javi empezó a desarrollar una pasión casi obsesiva por la cofradía. Insistió en que Jorge le enseñara la colección de fotos de la familia, que guardaba instantáneas de las disciplinas de los cofrades a lo largo de más de un siglo. Buscó en Internet vídeos de flagelaciones y entrevistas con patrones de la cofradía que explicaban la elaboración de disciplinas y varas, que llevaban a cabo los cofrades mayores por métodos totalmente artesanales; César iba a fabricar también la vara con la que azotaría a Álvaro, en la que se inscribiría su nombre y no sería utilizable con ningún otro joven. Javi y Jorge fueron admitidos a presenciar las sesiones de entrenamiento del novicio durante las siguientes semanas y meses.

Cuando Jorge cumplió los 18 años no corrió a solicitar su ingreso en la cofradía; espero un par de meses a que Javi fuera mayor de edad para apuntarse juntos y ser entrenados juntos. Los dos querían a César como su cofrade mayor; era uno de los cofrades más apreciados por su defensa del rito tradicional y la confianza que desarrollaba en sus pupilos para recibir penitencias severas. Además de Álvaro, entrenaba a otros tres jóvenes, lo que consideraba que era el máximo número de chicos a los que podía dedicar la atención adecuada.

Dos de ellos, animados por el propio César, iban a dar para el siguiente año el paso a disciplinantes senior, cambiando la vara por las disciplinas. Después de cuatro y cinco años respectivamente recibiendo la vara, era el momento de avanzar en su compromiso con la cofradía. Ello suponía cambiar de cofrade mayor; César se limitaba a los junior. Le satisfacía plenamente la disciplina que impartía; le encantaba azotar a chicos muy jóvenes, el reto de trabajar con principiantes y conseguir que confiaran en él y que disfrutaran de su castigo sin dejar de temerlo al mismo tiempo. Le gustaba el chasquido de la vara, las marcas que dejaba en las nalgas, y, pese a que los flageladores que empleaban las disciplinas tenían más prestigio dentro de la cofradía y muchos consideraban la vara como un ritual de iniciación al "verdadero" castigo, él no tenía intención de salir de su zona de confort. Él mismo recomendó a sus discípulos a dos amigos suyos cofrades de mucho prestigio, expertos en la flagelación con la disciplina. Aunque, por su prestigio en el pueblo, ambos tenían lista de espera de muchachos que deseaban ser azotados por ellos, la recomendación de César les consiguió una entrevista en privado con los expertos que aceptaron instruirlos, naturalmente no sin antes desnudar en privado a los jóvenes y examinarlos.

César sabía que separar a Javi y Jorge no era una opción, ambos debían ser entrenados conjuntamente por un mismo cofrade mayor. Aunque había muchos chicos que desarrollaban de manera individual su vocación como disciplinantes, la mayor parte se introducían con uno o varios amigos. Los cofrades en los que confiaba para recomendar a estos chicos tenían ya sus agendas llenas; podrían tener espacio para un joven más pero no para dos, puesto que eran igual de estrictos que él respecto a la calidad que querían en su trabajo con los jóvenes. Prácticamente el cien por cien de sus muchachos, como en el caso de César, llegaban hasta el final en su entrenamiento y eran azotados en público en las festividades celebradas por la cofradía con gran aguante y éxito, y la inmensa mayoría repetían año tras año y continuaban su penitencia luego en la categoría senior. Era más lógico que él los adiestrara, suponiendo que recibieran la aprobación de los patrones de la cofradía en el próximo encuentro de cadetes, algo que daba por hecho.

Javi y Jorge participaron con ilusión en el encuentro de cadetes, que tuvo lugar en la sede de la cofradía, el mismo lugar en el que se azotaba a los chicos en fechas señaladas. Tuvieron ocasión de ver los entresijos de la cofradía: el taller donde los cofrades mayores elaboraban las varas y las disciplinas, y las banquetas en las que se les colocaba para su penitencia. Alrededor de veinte jóvenes participaban, el doble que el número de cofrades mayores que iban al encuentro buscando discípulos a los que entrenar. También acudían tres de los miembros del patronato, que llevaban a cabo la primera criba. Los muchachos debían pasar a un pequeño cuarto y ser sometidos a un breve examen físico con desnudo integral llevado a cabo por los patrones, tres miembros de la cofradía de avanzada edad y experiencia, que los observaban y palpaban para comprobar su buena salud; los piropos que merecieron los cuerpos de ambos jóvenes, y especialmente sus nalgas, acariciadas y comentadas favorablemente por los tres patrones, hacían presagiar el éxito de la primera prueba de iniciación. Esta consistía en caber con comodidad en una de las tres tallas del hábito del disciplinante. Quien fuera demasiado delgado para que le sentara bien el más pequeño o demasiado gordo para caber en el más grande podría ser cofrade pero no disciplinante. A Javi le sentó bien el más pequeño y a Jorge, de cuerpo algo más redondo, el mediano. Los tres patrones votaron a favor de ambos muchachos; una mayoría de dos votos a favor habría sido suficiente para que pudieran quedarse con el hábito y buscar cofrade mayor durante el resto de la velada. Eufóricos, los chicos unieron sus manos en un gesto de triunfo y pasaron a la sala general.

Allí se mantuvieron juntos para que los cofrades supieran que iban en pareja y que no deseaban ser instruidos por separado. Los cofrades, vestidos con el hábito de azotador, de color pardo y que cubría hasta los pies, a diferencia de la falda muy corta de los disciplinantes, que les hacía enseñar buena parte de las nalgas cuando se agachaban, puesto que los muchachos debían ir desnudos bajo el hábito. Javi y Jorge no tardaron en percibir que agacharse con cualquier excusa y enseñar el culito a uno de los cofrades era una forma de mostrar interés en este, aunque formalmente fueran siempre los cofrades mayores quienes se acercaran a los chicos y les propusieran una prueba. No tardaron en ser abordados por dos cofrades, dos padres de familia maduros a los que conocían de vista del pueblo, que se acercaron a ellos y, tras saludarles, no tardaron en levantarles la parte trasera de la falda del hábito y palpar con evidente deleite sus culos desnudos. Tras ser manoseados por ambas manos, los cofrades los tomaron suavemente del brazo y los llevaron hacia dos sillas vacías colocadas a lo largo de la sala. Varios muchachos estaban siendo ya colocados sobre las rodillas de otros cofrades y empezaban a escucharse sonoros azotes. César, que estaba posicionando a un joven sobre sus rodillas mientras otro esperaba su turno para ser castigado después, lanzó un discreto guiño a Javi y a Jorge cuando pasaron delante de él. Les había explicado que deberían ser probados por otros cofrades, y él también probar a otros chicos, antes de ser seleccionados, así que no opusieron resistencia y, una vez ambos cofrades se sentaron en las sillas, cada uno se colocó sumiso en posición de castigo sobre el regazo de uno de ellos.

Al poco rato todos los cofrades estaban sentados en una de las sillas esparcidas por la sala azotando a alguno de los chicos y todos los jóvenes estaban sobre el regazo de un hombre maduro siendo azotados en el trasero desnudo o esperando su turno para serlo. Tras unos diez minutos de azotes de intensidad intermedia, los cofrades que castigaban a Javi y a Jorge se cruzaron una mirada cómplice: había llegado el momento de intercambiarse a los muchachos, que se vieron levantados pero solo para volver a colocarse sobre el regazo que su amigo acababa de dejar libre. Javi levantó la vista y contempló el trasero visiblemente rojo de su amigo y como se reemprendían los azotes sobre él a la vez que él también sentía el ardor en sus nalgas. No supo decir si la segunda mano que le castigaba era más dura que la anterior o si los azotes ya recibidos le hacían más penoso el segundo castigo que comenzaba.

Una vez superada su prueba con aquellos dos cofrades, ambos jóvenes fueron colocados en línea con otros chicos ya castigados en el medio de la sala, con el faldón del hábito levantado, en esta ocasión tanto por detrás como por delante. César les había avisado de que solía hacerse para incrementar la humillación y sumisión de los cadetes, y también de que no era inhabitual que muchos tuvieran erecciones, como Javi pudo comprobar, en primer lugar en su propio amigo. Los cofrades pasaban por detrás de los muchachos acariciando nalgas y haciendo comentarios, casi siempre aprobatorios, así como felicitaciones por lo bien que habían recibido su primer ensayo de castigo.

La suavidad no exenta de firmeza de una de las manos que acarició las nalgas de Javi le hizo reconocerla inmediatamente y, para su gran turbación, le provocó una erección considerable a la vista de los otros penitentes y de los cofrades. Era César, que acariciaba con cada una de sus manos el trasero de uno de los que iban a ser sus pupilos. Se los llevó con él para indicar que los había reservado y estuvieron hablando un rato antes de que los colocara por turnos sobre sus rodillas y los azotara. La química entre ellos era evidente y de nuevo Javi y Jorge, tras el examen de sus nalgas rojas y calientes por parte del tribunal del patronato, consiguieron un voto favorable unánime para convertirse en disciplinantes de la cofradía bajo la tutela de César como cofrade mayor.

Mientras César le llevaba delicadamente del cuello hacia la banqueta de penitencia y le sujetaba manos, muslos y tobillos tras haberle levantado la falda del hábito exponiendo sus nalgas desnudas a todo el público presente, Javi pensaba en los momentos más intensos del aprendizaje que había experimentado durante esos meses. La primera vez que Jorge y él esperaron a César con los hábitos puestos, comentando lo corta que era la falda y como dejaba el culito el aire cada vez que se agachaban, la llegada de César con las cuchillas de afeitar y las raíces de jengibre, la seguridad con la que les afeitó el ano y el periné y les introdujo las raíces, el calor y el escozor que le producían mientras veía como su amigo era colocado sobre las rodillas de su cofrade mayor, la visión tan excitante de las nalgas muy rojas de Jorge y de los gemidos que le provocaban los azotes, la mezcla de temor y deseo con la que había ocupado luego su lugar, la satisfacción del cofrade al ver ambos culos rojos y calientes y lo bien que habían aguantado su primer castigo, ver a otros chicos en el gimnasio con señales de haber recibido azotes de penitencia, y mostrar las suyas con orgullo, esperar durante la semana con excitación el día en el que César iba a visitarles. Luego la introducción a la correa, que había sido un punto de inflexión importante en su entrenamiento, y por supuesto el paso a la vara con su nombre inscrito, fabricada por César especialmente para azotar su culito.

Las varas chasquearon el aire antes de que los patrones dieran el visto bueno para comenzar la penitencia. El primer impacto ardiente sobre sus nalgas, por primera vez expuestas y azotadas ante el público, le provocó a Javi, además de un gemido que agradó a César y a muchos de los presentes, una intensa erección.

Durante el castigo hubo muchos momentos en los que lamentó haber entrado en la cofradía y se consideró incapaz de aguantarlo, pero, una vez superado, no le quedó dudas de que seguiría entrenando y sería disciplinante el año siguiente.

domingo, 19 de agosto de 2018

Relato BDSM: Tristán capítulo 5

TRISTÁN
CAPÍTULO 5: EL DOCTOR

Resumen de los capítulos anteriores: Debido a las dificultades económicas de su familia, el joven Tristán al finalizar sus estudios ingresa en la abadía de una orden religiosa donde forman a sirvientes para señores adinerados. El abad de la orden encarga al entrenador deportivo, Horacio, el adiestramiento del joven.

- ¡Venga, todos a formar!

Los nueve jóvenes que formaban fila delante del padre Juan se colocaron rígidos, con las manos en la nuca y mirando al suelo con la cabeza ligeramente agachada, tal y como sus instructores les habían enseñado. No obstante, dos de ellos tardaron en reaccionar y miraban a uno u otro lado tratando de imitar a sus compañeros. El padre Juan, molesto por su indisciplina, no tardó en aplicar un buen par de azotes a cada uno de ellos.

- ¿Todavía no sabéis mostrar obediencia? ¿O es que me estáis tomando el pelo?

Horacio observaba divertido la escena; puesto que ahora él también era instructor de un joven travieso, el Abad lo había enviado a la sala de subastas donde todos los sábados los clientes potenciales de la abadía podían acudir, conocer las instalaciones y a los muchachos a los que se adiestraba, y pujar para llevarse a alguno de ellos a casa. A causa de sus nuevas funciones, debía estar al tanto de como transcurrían aquellas visitas para preparar adecuadamente a Tristán cuando le tocase el turno y asegurar que su presentación ante su posible futuro amo fuera un éxito.

El entrenamiento de Tristán iba viento en popa; el joven era sumiso y cariñoso y había aprendido a obedecer sin rechistar cualquier orden o capricho de su adiestrador; lo que más complacía a Horacio era comprobar cómo el muchacho, sin dejar de respetarle ni de temerle cuando había cometido alguna falta, disfrutaba de su compañía y, a pesar de los muy frecuentes azotes y castigos, se mostraba en los momentos de relax tranquilo, seguro y feliz en sus brazos, igual que lo había estado Adrián en otra época. Mientras él participaba de la organización del día de visitas, su joven pupilo se encontraba bajo la supervisión del padre que se encargaba de otro traviesillo; los dos permanecerían atados y amordazados toda la mañana y el padre se encargaría de supervisarlos y cambiarlos de vez en cuando de postura para que los músculos no se les entumecieran.

El padre Juan y el hermano Horacio supervisaron el peinado y la ropa de los chavales, asegurando el imperdible con el que se sujetaba el número que les identificaría, colocando bien algún cuello de camisa, anudando mejor alguna corbata, subiendo algún calcetín que se resbalaba por alguna pierna, o tirando de alguna cintura del minúsculo pantalón que llevaban los pupilos para que las nalgas quedaran todavía más ceñidas. La variedad racial y de complexión física de los sumisos era notable: la Abadía contaba con jóvenes rubios y pelirrojos, mediterráneos, de tez oscura, negros, asiáticos e indígenas americanos; algunos fuertes y musculosos, otros delgados, y tampoco faltaban chicos redonditos y robustos con algún kilo de más. Fuera cual fuese el gusto del cliente siempre iba a encontrar algún muchacho a su gusto. Aunque pensar en comparaciones con los tiempos paganos no le agradaba, el padre Juan estaba convencido de que su repertorio de jóvenes sumisos mejoraba en calidad y diversidad el del mejor mercado de esclavos que pudiera haber habido en el mundo antiguo.

Los nueve pupilos que se presentarían hoy llevaban ya entre cuatro y seis semanas de entrenamiento en la abadía; algunos no era la primera vez que eran ofrecidos para la venta, pero el padre Juan dio las mismas instrucciones para dar confianza a novatos y veteranos:

- Muy bien, chicos. Algunos de vosotros estaréis un poco tensos y es normal; no hay nada que temer, estáis bien adiestrados y os sabéis comportar. Los señores que van a venir son educados y todo el mundo va a ser muy agradable con vosotros; son caballeros distinguidos y muy exigentes, pero estamos seguros de que van a estar encantados con vosotros. Algunos lo van a exteriorizar más y otros menos; puede ocurrir que se muestren muy entusiasmados con alguno de vosotros y al final acaben decidiéndose por otro chico, o por ninguno, o lo contrario, que parezca que no les habéis gustado y sin embargo os seleccionen al final. Algunos tienen muy claro qué chico les gusta; otros prefieren ver y tocar a varios antes de decidirse; otros no os llevarán hoy a su casa pero se quedarán pensando en vosotros y volverán mañana mismo o al cabo de unos días. Por lo tanto lo que tenéis que hacer es ser cordiales con todo el mundo, y por supuesto muy obedientes. Ahora descansad, por favor.

La posición de descanso no era tal, sino que los muchachos debían poner las manos a la espalda y mantenerse quietos, pero la postura era menos rígida que la de manos en la nuca y podían levantar la cabeza, aunque siempre sin mirar directamente a los ojos de ningún religioso ni ningún hombre maduro, salvo que este se dirigiera expresamente a ellos.

- Vuestros instructores os habrán explicado todo, pero lo repasamos: en primer lugar se os va a presentar en grupo a nuestros visitantes. Les daréis los buenos días, formaréis obedientes con las manos en la nuca y luego os iré presentando uno por uno, indicando el número que os corresponde. Caminaréis por este pasillito delante de los señores para que os vean bien; vais hacia el fondo y dais la vuelta y así os ven por delante y por detrás. Luego os colocaréis en el escenario, cada uno en vuestro lugar ordenados por los números que lleváis; os desnudáis y volvéis a pasar delante de los caballeros. Luego os inclináis en las banquetas y esperáis a que se acerquen a vosotros si lo desean para examinaros bien. Conocen muy bien las reglas: pueden tocaros y acariciaros, es lógico que quieran ver bien cuestra condición física antes de elegiros como criados y llevaros a sus casas; pero no tienen permiso para desnudarse ellos, para azotaros ni para penetraros mientras no se formalicen los trámites y paséis a ser de su propiedad; de hecho podréis ver que no hay instrumentos de castigo ni dilatadores en el escenario. La función de la banqueta es solamente que os puedan examinar bien y que os coloquéis en una posición de total sumisión y respeto hacia ellos. El hermano Horacio y yo estaremos pendientes de que ninguno os monopolice ni impida que otros señores os vean y os toquen. Si alguno se sobrepasara con vosotros, que sería extraordinariamente raro y estoy seguro de que no va a ocurrir, actuaríamos rápidamente. También sé que no va a ocurrir, pero tened presente que si tenemos cualquier queja de vuestro comportamiento por parte de alguno de vuestros visitantes, el travieso será severamente castigado en la mazmorra del Padre Julián. Finalmente, os llevaremos desnuditos al estrado donde seréis subastados; si todo sale bien puede que alguno se vaya ya hoy a casa de su nuevo amo, aunque otras veces el caballero necesita hacer algún trámite y os recogerá mañana o el lunes.

- ¿Todo claro? Muy bien, os dejo un momento con el hermano Horacio mientras voy a saludar a los señores; han llegado ya casi todos y están con el Abad.

Efectivamente en la sala de al lado tenía lugar un cóctel servido por un par de novicios de la abadía, y el Abad en persona había recibido a la primera tanda de visitantes. Aquella semana habían superado las cien solicitudes para la subasta del sábado. Para el Abad la calidad era fundamental y era muy reacio a incrementar el número de visitantes en cada turno o  reducir la duración de los turnos, pues quería dar oportunidad a sus huéspedes de disfrutar con calma de los muchachos; le gustaba asombrar al visitante ofreciéndole un gran número y variedad de chicos atractivos y de nalgas desnudas a su disposición, pero la experiencia le había enseñado que tanta oferta llevaba a la dispersión. El cliente quería pasar tiempo con todos y cada uno de los chicos, lo cual llevaba a que la subasta se retrasara mucho, y por lo general quien no se decidía tras haber inspeccionado con calma a dos o tres jóvenes, seguía sin decidirse después de haber estado con siete. Era más eficaz ofrecer un número no tan alto de chicos y mentalizar al cliente de que debía centrarse en sus favoritos y en aquellos cuyo precio estuviera a su alcance.

Por otra parte, era importante excluir a los mirones: quien participaba varias veces en la visita y no pujaba luego por ningún criado, veía sus sucesivas solicitudes para las subastas cordialmente denegadas en el futuro. Otras sedes de la orden habían apostado por cobrar por la visita o por la opción de llevarse a un muchacho a un reservado, pero al Abad no le gustaba la idea a pesar de las posibilidades económicas que ofrecía; se contradecía con la atmósfera familiar que le gustaba ofrecer a sus visitantes.

El Abad charlaba animadamente con sus invitados; varios de ellos eran clientes habituales: un maduro sacerdote de una parroquia de las afueras, el gerente de una empresa de tamaño medio de transportes con traje y corbata, y un simpático ganadero que llevaba una americana antigua que era evidente que se ponía en muy pocas ocasiones. Completaban la clientela de aquel turno de visitas tres amos novatos: el primero era un caballero muy joven, de 40 años escasos que no aparentaba, al que el Abad había tenido que reprimirse para no saludar con una palmada en el trasero pero que se trataba de un hombre hecho a sí mismo que había prosperado recientemente en su empresa; el segundo, un militar de aire típicamente marcial jubilado anticipadamente, y el último un venerable anciano que había enviudado hacía no mucho pero que mostraba una gran jovialidad y ganas de vivir.

La experiencia del Abad le permitía adivinar con escaso margen de error la motivación de cada uno de los caballeros que visitaba el lugar, pero el sacerdote y el ganadero le confirmaron que los jóvenes que hasta ahora les habían servido se emancipaban, uno de ellos para casarse, mientras que el gerente, al haber aumentado su negocio, había comprado una casa más grande y necesitaba ampliar el servicio con un joven con conocimientos de jardinería y también para ayudar en la limpieza; para la cocina y el mantenimiento de la casa disponía ya de un antiguo pupilo que llevaba ya cinco años a su servicio, un período muy satisfactorio para ambos. De hecho, la decisión de tomar a un segundo sirviente había sido una propuesta del primero, lo cual tranquilizó al Abad acerca de los posibles celos que solían surgir cuando en una casa la atención del amo se dividía entre más de un joven.

Durante unos quince minutos, los señores departieron amigablemente, dieron alguna palmada en el culito a los novicios que les servían bebidas y algo para picar, y miraron y tocaron con curiosidad los instrumentos de castigo que se mostraban en la sala y que les serían ofrecidos, alguno de ellos como regalo si adquirían a algún muchacho durante la subasta posterior.

Al entrar el Padre Juan, el Abad lo presentó, en medio de grandes alabanzas por su trabajo en la selección y el cuidado de los muchachos más guapos y sumisos, a cada uno de los seis caballeros. El veterano sacerdote los consideró un estupendo grupo y fue sincero al decir que cualquiera de los jóvenes que les esperaban en la sala de al lado sería afortunado de acompañarles hoy de vuelta a su casa y entrar a formar parte de su servicio. Tras la presentación, el Abad les invitó a acompañarles a la sala contigua para que conocieran a los muchachos.

Antes de sentarse cómodamente para presenciar el agradable espectáculo, varios de los caballeros hicieron comentarios de admiración y mostraron su contento con el grupo tan apetecible de jovencitos que estaban alineados frente a ellos. Horacio, que se mantenía serio en una esquina en su papel de vigilante y supervisor, no podía evitar la envidia y un cierto odio de clase a aquellos señores elegantes. Se sentía humillado por no poder llevarse como ellos un chico a su casa, porque no tenía casa a la que llevarlo en primer lugar. Era feliz con Tristán, pero en una o dos semanas se lo quitarían; y ya había perdido en su momento a Adrián. Al pensar en que su boda, de la que se había enterado recientemente, convertía esa pérdida en definitiva, no pudo evitar una punzada de dolor; afortunadamente la curiosidad por la escena que transcurría ante sus ojos distrajo su atención.

El Padre Juan presentó al primero de los muchachos, que tenía el número uno sujeto a la camisa con un imperdible, y le animó con un azote en las nalgas a que desfilara delante de los asientos de los seis caballeros. El religioso dio su altura y peso y, antes de aclarar el precio mínimo de la puja, habló de sus habilidades con la cocina y con la maquinaria y de su carácter tierno pero rebelde. Los seis amos potenciales lo miraban atentamente y algunos de ellos escribían notas en el papel que la abadía había dejado a su disposición con ese fin al lado de su asiento.

Uno tras otro los jóvenes fueron desfilando. Los anfitriones explicaron sus distintas habilidades para el trabajo doméstico y también sus caracteres diferentes, unos más dóciles y otros más rebeldes; y los precios diferentes que se les había asignado para la subasta tras una negociación previa entre la Abadía y las familias. El Padre Juan, muy experimentado en estos encuentros, se entretenía adivinando cuántos y quiénes de los caballeros se interesarían por tal o cual muchacho. La pareja más evidente era la del ganadero con Valentín, un joven de rasgos un tanto bastos y entrado en carnes que solía estar poco solicitado pero cuyo sobrepeso, que le convertía en la opción más económica para un amo no muy solvente, no sería una desventaja sino todo lo contrariopara un hombre de campo al que le encantaba tener abundante y generosa carne para pellizcar, sobre todo por el abultado volumen de sus nalgas.

Conocía también bien los gustos del sacerdote por los muchachos bajitos y aniñados y sabía que el gerente no tenía preferencias particulares en cuanto al físico, puesto que todos los jóvenes le gustaban, pero sí era muy exigente respecto a las buenas referencias en lo profesional, por lo que recalcó la destreza manual del muchacho que consideraba más indicado para él. En cuanto a los nuevos clientes, deseó que el anciano viudo no optara por César, un joven atlético encantado de conocerse, con un precio de salida muy elevado que inflaba todavía más su ego, y que probablemente iba a jugar a su antojo con un amo poco experimentado, y se decantara por otros chicos de cuerpos más delgados o más redondos, menos esculturales en fin, pero más cariñosos y atentos. Por último, al militar y el joven ejecutivo, a pesar de su poca experiencia, los consideraba capaces de someter sin mayor problema al travieso al que se llevaran a casa.

Los comentarios de satisfacción y aprobación de los caballeros se redoblaron cuando los pupilos se dirigieron cada uno a su puesto en el escenario y se desnudaron. Tras el segundo paseo frente a sus potenciales compradores, pasaron a colocarse obedientemente en las banquetas de castigo exponiendo ante los caballeros sus tesoros más íntimos mientras una etiqueta discreta pero visible recordaba el precio mínimo de puja para cada uno de ellos. Los caballeros se dirigieron con educación pero sin pausa hacia el conjunto de nalgas expuestas ante ellos de forma tan atractiva seleccionando al mozo de sus preferencias para examinarle con atención; el anciano viudo, que tenía el privilegio de escoger en primer lugar, confirmó los temores del Padre Juan al optar por César. A continuación el Padre no pudo evitar una sonrisa al ver al sacerdote, tal como había adivinado, dirigirse hacia el joven más bajito y aniñado, y posteriormente al ganadero buscar el puesto de Valentín sin ninguna vacilación.

La misión de Horacio consistía en estar pendiente si ocurría algo inesperado y controlar junto con el Padre Juan que los caballeros tuvieran acceso a los jóvenes sin que ninguno se entretuviera excesivamente con uno. Tal y como estaba previsto, no hizo falta su intervención en ningún momento y las exploraciones de los chicos se desarrollaron sin ningún incidente.

Veinte minutos de tocamientos y comentarios muy favorables sobre la belleza de los muchachos más tarde, los caballeros fueron amablemente invitados por el Padre Juan, ayudado por Horacio, a volver a sus asientos para comenzar la subasta. El Abad, que presidiría la sesión, explicaba las normas y las condiciones del contrato, que sus invitados podían leer puesto que disponían de una copia al lado de cada asiento. Si estaban interesados en alguno de los muchachos, debían pujar ofreciendo como mínimo la cantidad de salida establecida. En caso de que más de un caballero deseara llevarse a casa al mismo joven, deberían ir ofreciendo cantidades mayores. Una vez aclarada la cuestión económica, el señor firmaría un contrato con la abadía y su nuevo criado pasaría a ser de su propiedad.

El primer mes sería de prueba para ambos, amo y sirviente. El amo se comprometía a abrir la puerta en cualquier momento a una posible inspección sorpresa por parte de un representante de la abadía que comprobaría que el joven se encontraba debidamente alimentado, cuidado, con buena salud y sometido a castigos severos pero no crueles ni que pudieran poner en peligro su integridad. Para ello habría una entrevista personal a solas entre el criado y el representante de la Abadía que incluiría una exhaustiva revisión de todo el cuerpo del chico que permitiría valorar si las marcas de azotes y castigos podían ser consideradas dentro de un régimen de disciplina razonable. Naturalmente, el joven a su vez debía obedecer a su amo, acatar los castigos, incluyendo los corporales, y cumplir con las tareas asignadas; cualquier función no pactada inicialmente solo podría serle exigida previa formación a cargo de su señor. La sumisión sexual, no obstante, al amo y a cualquier otro hombre al que el amo lo cediera, formaba parte siempre de las funciones mínimas estipuladas en el contrato. Una devolución justificada por desobediencia durante el primer mes supondría el reintegro de la generosa cantidad que el amo había pagado por su sirviente, pero el Abad mencionó orgulloso que las devoluciones consideradas justificadas eran extraordinariamente raras, no llegando ni siquiera a un caso de cada cien.

No hubo ninguna pregunta por parte de los caballeros, así que el primer muchacho, que el Abad decidió que fuera el rollizo Valentín, fue traído por Horacio y el padre Juan y presentado de nuevo, desnudo, para ser subastado. Se le colocó nuevamente en la postura de sumisión propia del lugar, arrodillado en su banqueta de castigo con el culo en pompa y las piernas muy abiertas, ofreciendo el ano y los testículos a la vista de sus amos potenciales.

El Abad había comenzado con Valentín porque estaba seguro del éxito y la rapidez de su subasta; el ganadero pujó inmediatamente por la cantidad establecida por la familia y, ante la ausencia de otros competidores, adquirió al muchacho sin más miramientos y con un gran brillo de satisfacción en los ojos.

La subasta fue de las más exitosas, puesto que cuatro de los jóvenes consiguieron un comprador. Los satisfechos amos fueron obsequiados con un instrumento de castigo de su elección; siguiendo los consejos del Abad y del padre Juan, todos ellos, salvo el sacerdote, que declaró tener ya una gran colección en casa, adquirieron además una buena gama de varas, correas, sacudidores de alfombras, reglas y palas con las que castigar adecuada y frecuentemente, como pensaban hacer, las nalgas de sus sirvientes. El Abad les recordó la conveniencia de azotarlos severamente la primera noche que pasaran a su cargo para que fueran conscientes de su lugar y posición en su nueva casa.

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La visita había durado más de lo que esperaba y Horacio, aunque la experiencia fuera muy instructiva, no veía la hora de quedarse libre para ver qué había ocurrido con Tristán. Los temores de que pudiera estar mal atendido, o que su comportamiento no estuviera siendo el más adecuado, resultaron de lo más infundado. Al entrar en la celda del fraile a cuyo cargo lo había dejado por la mañana, se encontró a su pupilo junto con otro joven, el sumiso ocupante habitual de aquella estancia, bajo un perfecto control; ambos se encontraban desnudos, amarrados a una banqueta de castigo, inclinados con las manos atadas a la espalda, bien sujetos y amordazados, y con un dilatador firmemente introducido en sus cavidades anales. Sus nalgas evidenciaban haber sido azotadas con cierta severidad; una pesada correa de cuero que descansaba sobre la cama tenía seguramente mucho que ver con el tono todavía más rojo que rosado de ambos traseros, que Horacio comenzó a acariciar con cara de aprobación.

- Muy buen trabajo, hermano.
- Gracias. Los muchachos han sido un tanto quejicas al introducirles el dilatador, así que les he calentado el culo con la correa.
- Bien hecho. ¿Cuánto tiempo llevan castigados?
- Unos 45 minutos, podemos irlos desatando. ¿Qué tal ha ido la subasta?
- Estupendamente, todo un éxito.

Los dos religiosos comentaron la buena educación y amabilidad de los caballeros y la belleza y sumisión de los muchachos subastados mientras retiraban la mordaza de la boca de ambos traviesos, les liberaban de los dilatadores colocados entre sus nalgas y aflojaban las cuerdas que los sujetaban. Horacio fue especialmente suave con Tristán, que se había portado considerablemente bien en una prueba nueva para él, haber sido cedido a otro amo y castigado por este. La cara de circunstancias del joven ablandó a su cuidador, que no pudo evitar cogerlo tiernamente en sus brazos y acariciar su pelo y su piel suave y desnuda mientras le susurraba a la oreja.

- Buen chico ... Ya estás de nuevo con papá, nene.

La voz un tanto ronca del monje propietario de la celda interrumpió, un tanto a su pesar, la escena.

- Lamento ser aguafiestas pero ha pasado el médico mientras Tristán estaba castigado y quiere hacerle una revisión.

El requerimiento cogió a Horacio de sorpresa; no contaba con el reconocimiento médico hasta el día siguiente. Al ver su expresión, el otro cuidador vio necesario añadir a modo de aclaración:

- El doctor va a estar fuera unos días y está adelantando las revisiones. Ha cancelado además algunas citas para atender con prioridad a los nuevos que no han sido todavía examinados: Tristán entre ellos. Se le veía particularmente interesado en él, debe haber oído que es un chico muy guapo -añadió guiñando el ojo a Horacio.

- Ya ... esto ... ¿Y quiere verle ahora mismo?

- Eso es, se encuentra en su consulta.

Horacio intentó disimular su contrariedad y relajarse. Habría querido preparar mejor a Tristán antes de la revisión médica, pero al fin y al cabo poco tenía que temer: el muchacho era de naturaleza dócil y su entrenamiento avanzaba según sus planes, incluso más deprisa de lo que habría imaginado. El joven aguantaba los azotes con humildad, era cariñoso, sus habilidades para dar placer oral eran ya notables y seguramente aún podrían mejorar, y sobre todo se notaba, probablemente por haber crecido en una casa con un sirviente sumiso, que estaba familiarizado con sus nuevas obligaciones y las comprendía. El único apartado en el que no era todavía un alumno brillante era en la dilatación de su recto; el joven no era un pasivo natural, una cualidad que le podría haber facilitado mucho las cosas, pero su progresión desde el primer día en el que se le introdujo su primer dilatador era apreciable y el entrenador conocía muchos ejemplos de jóvenes que, pese a no disfrutar físicamente al ser penetrados, habían aprendido a dar placer a amos, y no necesariamente mal dotados. No había motivo para sospechar a priori que su muchacho no iba a salir airoso del examen médico.

- Gracias, hermano. Nos dirigimos hacia allí.

Tristán vio a su instructor echar mano de la mordaza, el collar y las esposas, los instrumentos habituales para su traslado cuando se dirigían a algún lugar donde la etiquera era rigurosa. Este detalle, unido al ligero sobresalto, poco habitual, que había notado en Horacio, que generalmente era de ánimo muy templado, le indicó que la visita al médico era un ritual de importancia en la Abadía y que su comportamiento debería ser impecable. No hubo la más leve protesta en la introducción de la mordaza, la colocación del collar, ni de las esposas que sujetaron sus manos por delante, ni tampoco ante el hecho de ser llevado completamente desnudo por las áreas comunes del edificio, con las nalgas rojas, que evidenciaban haber recibido un castigo reciente, una vez más perfectamente a la vista de los monjes y de los otros aprendices.

Horacio llevó a su pupilo por pasillos y escaleras arrastrándolo del collar con firmeza no exenta de suavidad, siempre un paso por delante de este, hasta la entrada de la consulta del doctor. Tras llamar a la puerta, amo y sumiso se introdujeron en una sala de espera donde otros muchachos, todos ellos desnudos e igualmente atados y amordazados, aguardaban de rodillas el turno para la consulta bajo la estricta vigilancia de sus tutores.

Tras unos quince minutos de espera arrodillado, Tristán escuchó a un enfermero comunicar a Horacio que el Doctor estaba listo para recibirles. Esperó a sentir el tirón del collar para levantarse, notando como cada vez dominaba mejor el arte de ponerse en pie con las manos sujetas, y se dejó llevar al interior de la sala de revisiones.

El Doctor era un hombre maduro, de alrededor de sesenta años, delgado, de barba cerrada y una expresión severa que apenas dulcificó la contemplación del hermoso cuerpo joven y desnudo que se ofrecía a su disposición. Tras saludar a Horacio, le pidio que retirara todos los artilugios que podían estorbar en su revisión: una vez fuera la mordaza, el collar y las esposa,s el joven se tendió en la camilla con instrucciones de no hablar ni moverse.

La exploración manual de pecho, estómago y piernas fue realizada con energía pero sin la brusquedad que Tristán había temido en un principio. El Doctor alabó, para satisfacción de Horacio, el rasurado de los genitales del joven y la suavidad de su piel. El tono rojo del trasero, cuando al muchacho se le ordenó colocarse boca abajo, provocó un nuevo comentario favorable del médico.

- Precioso culito. Vamos a examinarlo más atentamente. Colócate en posición, niño.

Tristán se arrodilló hundiendo la frente en la camilla y colocando el culo en pompa para mostrar sumisión como era habitual en la Abadía. El Doctor comenzó a acariciarle las nalgas disfrutando de su suavidad.

- Veo que este jovencito ha sido castigado recientemente. ¿Se le azota a menudo?
- Prácticamente todos los días, Doctor. No es malo pero sí travieso.
- Es importante que se acostumbre; los amos suelen ser severos. ¿Le pone crema después de azotarle, Hermano?
- Sí, Doctor. Siempre.
- Hace bien, hay que cuidar esta piel tan suave. Y sin rastro de vello, excelente trabajo. Vamos a examinar el ano; ahora estate muy quieto, niño.

El joven intentó no protestar al notar el dedo índice del médico introducirse con decisión en su interior. Pero no pudo mantener su estoicismo cuando notó como el dedo medio también intentaba abrirse hueco entre sus nalgas.

- ¿Qué dilatador usa con él, hermano?
- Vamos por el número 4, Doctor.
- En un día o dos podrá pasar ya al 5; en estos momentos ya podría servir a un amo que no estuviera demasiado dotado. Pero todavía necesita entrenamiento; tardarás un poco en participar en una subasta, niño, pero ya no demasiado.

Los dedos se retorcían en su interior y Tristán intentaba, con visible esfuerzo, no protestar.

- Muy bien; acuéstate de nuevo relajado que vamos a pincharte.

El joven no se atrevió a decir palabra, aunque las inyecciones no le gustaban precisamente y se trataba de una prueba nueva para él.

Por el rabillo del ojo vio al Doctor abrir una jeringuilla de gran tamaño; viendo que había girado la cabeza sin permiso, el médico no duró en tomarle la oreja y retorcérsela. El inesperado tirón provocó un sonoro quejido del joven.

- La curiosidad mató al gato, niño.

Obediente y convencido de que el sentido de la vista solo iba a aumentar sus problemas, el muchacho hundió la cabeza entre los brazos mientras el Doctor palpaba las nalgas en preparación para el pinchazo.

La aguja se notó más de lo que a Tristán le habría gustado; pero lo realmente malo empezó después, cuando el líquido que se introducía en su nalga iba hinchando el músculo y produciendo un agudo dolor que se iba extendiendo paulatinamente por todo el glúteo izquierdo.

- Ooh ...Aah .... Aaaaah .... AAAAAAH ....

Para su sorpresa la molestia era peor que la de cualquiera de las palizas que se había llevado hasta la fecha. Complacido y excitado por los gritos, el Doctor mantuvo la aplicación de la aguja lenta para prolongar la agonía del joven hasta que todo el líquido se hubo introducido en su nalga.

- Oooooh ... por favor, Doctor ..... Aaaaaah ....

Por fin notó como la aguja salía de su carne y era reemplazada por un pedazo de algodón; no obstante, el dolor seguiría todavía un rato más.

- Vamos, jovencito. No seas quejica que todavía te falta otra.
-¿O ... otra, Doctor? No puedo.
- Ya lo creo que puedes, niño, todavía falta el lado derecho. Voy a ponerte la misma cantidad de líquido.
- ¿La misma ... ? No, Doctor, por favor.
- ¿Cómo dices, niño? ¿Me estás diciendo que no?
- Por favor, Doctor .. por favor.

La perspectiva de sentir la misma inflamación en la otra nalga hizo a Tristán entrar en pánico. Ni siquiera fue consciente de estar agitando de manera convulsa brazos y piernas hasta que oyó el estruendo del material médico que acababa de tirar. Su agitación le había hecho abrir los ojos y la expresión del Doctor, mezcla de ira y estupefacción, le llenó de miedo.

- ¿Pero qué es este comportamiento? ¿Qué tipo de educación estás recibiendo, niño? ¿Y usted por qué no me avisó de que había que atarlo para inyectarle, Hermano?
- Lo siento Doctor ... yo ... no pensé que ...
- No está usted en esta Abadía para pensar, hermano, sino para enseñar disciplina y obediencia. Voy a tener que poner un parte; ya conoce usted las consecuencias.
- Doctor, el muchacho ...
- El muchacho necesita un castigo severo, Hermano. Y tal vez no sea el único necesitado de corrección.

Horacio tuvo que tragarse la humillación y bajar la cabeza mientras el enfermero salía a buscar al Padre Julián, el responsable de la mazmorra de castigo. Tristán, aterrorizado, intentó pedir perdón pero le temblaba la voz en exceso.

- Este travieso va a ser conducido a la mazmorra mientras doy el parte. Mejor que vaya a su celda y espere allí, Hermano.

La decepción, la ira y la piedad por el castigo que le esperaba a su pupilo acompañaron a Horacio en el camino a su celda, que nunca le había parecido tan largo ni tan triste.

Pero una última sorpresa le esperaba al abrir la puerta; una carta sobre su mesa, cuyo remitente enseguida reconoció por la letra mientras notaba un fuerte pellizco en el corazón.