EL
BANQUETE
Sebastián
se dirigió al mercado aquella mañana con una intención muy
precisa. Sabía que tendría que estar a primera hora para conseguir
una buena oferta evitando la aglomeración que no tardaría en
producirse cuando se corriera la voz. Afortunadamente el amo tenía
contactos, era un buen cliente y Sebastían, a quien todos conocían
como su mano derecha, recibía chivatazos de los mercaderes cuando
llegaba nuevo producto de calidad. Las horas de ventaja eran clave.
El
viejo sirviente, que se ocupaba de los asuntos del amo desde antes
del nacimiento de este, como a veces le gustaba mencionar, prefirió,
como siempre, hacer gala de la prudencia que su señor tanto
apreciaba y no crear expectativas, aunque esta ocasión tenía el
presentimiento de que iba a encontrar lo que el amo buscaba. Max, el
mercader que le había llamado la noche anterior, conocía bien el
género y era de fiar. Últimamente el señor de la casa estaba de
mal humor, enfurruñado, y Sebastián conocía la mejor forma de
animarle; pensaba en ello mientras entraba en el mercado, atravesaba
la zona de alimentación y se dirigía a la parte, cerrada y
reservada al público masculino, donde se exhibía el producto
especial que andaba buscando.
El
portero le saludó cordialmente y, como viejo conocido que era, fue
flexible con las normas y no le aburrió advirtiéndole acerca de la
peculiar mercancía que se vendía en el interior. Sabía que no iba
a herir su sensibilidad precisamente sino todo lo contrario, y
Sebastían bromeó al respecto mientras entraba.
Al
introducirse en el recinto, iluminado a través de claraboyas y sin
ventanas al exterior para asegurar la intimidad de los clientes, la
impresión del producto expuesto fue inmejorable. Había oído hablar
de la belleza de los jóvenes de las nuevas colonias del imperio pero
la realidad superaba con creces cualquier foto o relato. Y jamás
había visto tal abundancia de muchachos a la venta; Max no había
mentido y, pese a sus habilidades comerciales, apenas había
exagerado: Sebastían, que llevaba más de 20 años comprando
esclavos para su amo y anteriormente 30 haciéndolo para el padre de
este, no recordaba tanta cantidad, calidad y variedad en el producto
desde hacía mucho tiempo. Chicos de todas las razas eran exhibidos
totalmente desnudos en los mostradores y los mercaderes anunciaban
que había más disponibles en catálogo. Los había altos, bajos,
delgados, robustos, blancos, negros, simpáticos, serios, pícaros,
tímidos, desde adolescentes hasta algún que otro treintañero, y
tantos que era difícil decidirse solo por uno.
La
expansión del Imperio y la incorporación de las últimas colonias
había producido la llegada a la ciudad de un gran número de jóvenes
de los pueblos sometidos. En las zonas más rebeldes, el ejército
conquistador raptaba en venganza a los hijos varones de las familias
opositoras, que se repartían como esclavos entre la tropa. En la
mayoría de los casos, sin embargo, las familias de las nuevas
colonias vendían a sus muchachos a los mercaderes de forma
voluntaria, por considerarlo la mejor opción tanto para la economía
familiar como para el futuro de los jóvenes, que podrían prosperar
bajo la tutela, severa, eso sí, de un amo bien situado en la
capital. Los precios habían bajado por el aumento de la oferta y
este era el momento ideal para que Sebastián encontrara un compañero
joven, leal, sumiso y guapo para su amo.
Delante
de cada joven había un pequeño panel con su descripción; las
habilidades de cada uno y los trabajos que sabían desempeñar en el
hogar, si eran esclavos de primera o segunda mano, su experiencia
previa, si eran vírgenes de boca y / o ano o si habían sido ya
entrenados, y por supuesto su precio, que el viejo sirviente encontró
mejor que razonable. Tras echar un vistazo a los excelentes músculos
de los muchachos formados para trabajos manuales, el mayordomo se
dirigió a la zona de esclavos de compañía, especializados en
acompañar y servir al señor de la casa.
Aunque
aquí los jóvenes estaban igualmente desnudos para que los
mercaderes exhibieran su belleza y pudieran sacarle el máximo
provecho económico, los paneles descriptivos eran mucho más
extensos en detalles. Estos muchachos no solamente iban a
proporcionar placeres carnales a sus amos y hacer tareas domésticas
básicas, sino que se les proponía para acompañar al señor de la
casa en la actividad diaria y en viajes, entretenerle, ser corteses
con sus visitas y desempeñar funciones de gestión de cierta
complejidad; para ello debían tener una sólida formación,
conocimientos de lenguas y nuevas tecnologías que les permitieran
ser administradores de la propiedad del amo en el futuro. Su precio
era por ello muy superior; tener esclavos de compañía era una
muestra de distinción y por eso aquel día era una ocasión tan
buena para conseguir uno por un precio considerable pero asequible.
Sebastián
leía los currículos de los jóvenes en los paneles y se deleitaba
también con sus bonitos rostros, sus torsos, sus piernas y, sobre
todo, sus nalgas, una preferencia que compartía con el amo. Los
mercaderes colocaban su apetitosa mercancía en diferentes posiciones
para atraer a los compradores; se fijó en un grupo de cuatro chicos
inclinados para hacer su trasero más prominente y ofrecerlo sumisos
a los clientes potenciales. Uno de los culos, redondo, carnoso y muy
apetecible sin ser demasiado voluminoso, le llamó la atención. Se
giró para ver la cara del muchacho, y supo entonces que había
encontrado lo que buscaba. Un cuerpo delgado natural, sin espaldas,
brazos y hombros ancheados artificialmente, un culito voluptuoso y
una cara dulce con un poso de tristeza lógico en alguien tan joven
que acababa de experimentar un cambio de vida tan brusco; mientras
otros chicos intentaban borrar su inseguridad mostrando una falsa
satisfacción para resultar más apetecibles, la ternura que vio en
los ojos de aquel joven le conmovió. Conocía bien los gustos del
amo, y sobre todo sus necesidades. Había muchachos más guapos, más
exóticos, más sensuales y con mejores cuerpos, pero muy pocos con
un culo tan azotable y menos aún con aquella capacidad de despertar
confianza.
El
joven se llamaba Lucas, tenía 21 años y su currículo no era
excesivamente brillante para un esclavo de compañía. Hablaba dos
idiomas y antes de ser vendido cursaba estudios universitarios; no
destacaba en nada especial. Pero al amo no le gustaban los chicos
pedantes ni intelectuales, sino los muy sumisos y, aunque jamás lo
reconocería, sensibles y cariñosos, y eso es lo que Lucas
transmitía. Ya se le educaría debidamente, y severamente, en las
aptitudes que iba a necesitar en la casa.
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El
amo leyó el mensaje de Sebastián, en el que hacía referencia a una
agradable sorpresa, pero lo olvidó a los cinco minutos. Los negocios
familiares le habían dado un día muy cansado, y encima le había
enfadado el mensaje de Tito, un antiguo esclavo emancipado que volvía
a necesitar dinero. De nuevo le contaba una historia sobre obras que
tenía que hacer en su casa, pero el amo, que tenía muy buenos
confidentes en todas partes, sabía de buena tinta que tenía deudas
de juego. Cumplidos ya los 30 años, el amo había pensado que
permitirle emanciparse era la única forma de que aquel cabeza hueca
madurara, pero había sido un error. O tal vez con Tito evitar el
error era imposible. Como conocía a su prestamista y este le debía
un favor, solucionó el problema con una llamada en la que consiguió
ampliar el plazo para devolver el dinero a cambio solamente de la
promesa de azotar severamente a su antiguo esclavo, cosa que el amo
pretendía hacer, y con gran gusto, tan pronto tuviera ocasión.
Mientras
se resolvía este incidente, en casa Sebastián ultimaba la
preparación de Lucas para presentarlo a su nuevo amo. El muchacho,
educado y temeroso durante el camino a su nuevo hogar, había
obedecido sin dar problemas cuando el mayordomo lo desnudó y le hizo
esperar con las manos en la nuca en señal de sumisión mientras
preparaba su aseo. Tampoco tuvo ningún mal gesto al ser acompañado
desnudo del brazo hasta el cuarto de baño; ni siquiera intentó
cubrirse cuando en el pasillo se encontró con otro de los esclavos
de la casa, que le dirigió una mirada divertida. Sebastián le
sujetó las manos a una barra en la pared para poder bañarle con
comodidad; ni siquiera en las partes más delicadas del baño, como
la retirada del prepucio para enjabonar el glande o la penetración
con el dedo para hacer lo propio con el ano y periné, el muchacho
ofreció resistencia alguna. Algo había tenido que ver, eso sí, el
sacudidor de alfombras que colgaba de un gancho en la pared junto a
las toallas y que el mayordomo le aclaró nada más llegar que servía
para calentar los culos de los jovencitos que se portaban mal durante
el baño y que tenía la intención de usarlo al primer
comportamiento inapropiado.
Una
vez limpio, el joven fue colocado a cuatro patas sobre un dispositivo
muy versátil que todos los jóvenes esclavos de la casa habían
probado muchas veces; servía para afeitarles la zona perianal, para
azotarles en las nalgas o para violarlos. Sebastián no pudo menos
que apreciar de nuevo lo deseable y hermoso del culito ofrecido ante
él y salió de su mutismo mientras llenaba de espuma los alrededores
del ano del joven.
-
Precioso culito, nene. Al amo le va a gustar mucho.
-
¿Usted cree, señor? Gracias; espero agradar al amo.
-
Solo tienes que ser muy obediente y educado; poner buena cara y hacer
todo lo que se te diga. Ahora muy quietecito que tengo que pasarte la
cuchilla.
-
Sí, señor. El amo no quiere que tenga pelos, ¿verdad, señor?
-
Eso es nene, el amo te quiere bien afeitado. Así, muy quieto.
-
¿Esta pieza en la que estoy agachado se usa también para azotar a
los esclavos, señor?
-
Eso es, para afeitaros y también para azotaros en caso de falta
grave, con la vara o la correa. Para las faltas leves, el amo te
colocará sobre sus rodillas y te azotará con la mano o con una
regla.
-
¿Me azotarán esta noche, señor?
-
Eso lo decidirá el amo. Pero es muy probable que quiera mostrarte lo
que te espera en caso de desobediencia.
-
De acuerdo, señor.
Al
llegar a casa, el amo se encontró con un bonito espectáculo que
suavizó su expresión ceñuda nada más entrar. Un precioso trasero
desnudo colocado en pompa; la ausencia total de pelos le permitió
apreciar la belleza del ano y de la zona perianal ya desde la
distancia. Se acercó para comprobar su suavidad y le encantó el
ronroneo mezcla de temor y de placer que emitió al ser acariciado el
jovencito inclinado en esa postura tan sensual.
El
amo giró la cabeza inclinada del muchacho, que se encontraba
totalmente desnudo y atado al dispositivo que le hacía elevar y
ofrecer las nalgas, y su sonrisa se amplificó al ver la belleza y la
dulzura de su rostro. Notó a su lado la presencia de Sebastián y
sonrió.
-
Así que esta era la sorpresa, viejo zorro. Un chico joven y guapo de
los que a mí me gustan. ¿De quién es esta preciosidad?
-
Suyo, señor. Es Lucas, su nuevo esclavo de compañía.
-
¿Que lo has comprado? ¿Pero con qué dinero? Debe valer un ojo de
la cara.
Al
aclarar el buen precio de la adquisición, el amo acarició con mano
suave pero firme el hermoso trasero de Lucas mientras asentía
confirmando la opinión de su mayordomo sobre el nuevo sirviente de
la casa.
-
¿Qué haría yo sin ti? Ni yo mismo habría escogido mejor. Vamos a
empezar a entrenarlo esta misma noche. ¿Ha llegado el sinvergüenza
de Tito?
-
Sí, señor, le espera desde hace un rato.
-
Bien. Lleva a Lucas al salón para que presencie el castigo; prepara
unas disciplinas duras y una buena vara para Tito, y también una
vara junior para este joven. ¿Está dilatado?
-
Parece virgen, señor. Lo he inspeccionado.
El
amo humedeció su dedo índice con saliva antes de introducirlo con
decisión aunque con cuidado en el ano del muchacho, comprobando que,
en efecto, la vía era estrecha y habría que ensancharla. Sonrió
con satisfacción al ver su erección incipiente; Lucas era un sumiso
natural.
-
Efectivamente. Habrá que entrenarlo entonces. Prepara también los
dilatadores.
-
Sí, señor.
-
¿Tito está preparado para su castigo?
-
Todo listo, señor. Hago que le lleven al salón las disciplinas y la
vara mientras traslado allí a Lucas.
-
Gracias, Sebastián.
Al
entrar en el salón, el amo comprobó que, tal y como su mayordomo le
había indicado, Tito estaba fuertemente atado por muñecas y
tobillos al poste de castigo y desnudo. Había engordado ligeramente
tras su emancipación y su matrimonio, pero al amo no le disgustaba
en absoluto la mayor redondez que notaba en sus nalgas.
Desde
que había dejado de pertenecerle, el amo había tenido que castigar
a Tito dos veces, por deudas y quejas de sus jefes en el trabajo, y
esta sería la tercera. Naturalmente el joven rogó y suplicó que se
le desatara, sobre todo al ver llegar a Jaime, uno de sus antiguos
compañeros, portando las disciplinas y la vara con las que se le iba
a azotar. El amo, haciendo caso omiso de las súplicas y de las
promesas de enmienda, comprobó el buen estado de las disciplinas,
unas tiras de cuero unidas en un mango a imitación de las antiguas
herramientas empleadas para la flagelación o autoflagelación en los
monasterios. Tras colocarse en la posición idónea, el amo, sin
mediar palabra, descargó las disciplinas sobre la espalda desnuda de
Tito.
El
temor de Lucas era evidente ya desde antes de entrar en el salón, al
que se le condujo desnudo y debidamente maniatado y amordazado. Los
azotes y los gemidos de Tito se escuchaban en toda la casa, y la
visión de la mitad superior de la espalda del joven notablemente
roja habría sido impresionante para cualquiera sin experiencia en
presenciar castigos, mucho más en un chico tan joven recién
comprado como esclavo que sabía que antes o después se encontraría
en la misma posición. Sebastián lo agarró con firmeza aunque sin
violencia para que presenciara el castigo. También se encontraban en
la sala Jaime y otro jovencito al que Lucas aun no conocía, ambos
vestidos con una especie de uniforme compuesto por una camisa blanca
y unos pantalones cortos. Lucas entendió que se trataba de otros
esclavos que prestaban servicio en la casa y que se disponían a
contemplar complacidos el castigo de su antiguo compañero.
Los
azotes en la espalda continuaron durante varios minutos en los que
los jadeos y gritos sordos del antiguo esclavo se intensificaban a
ratos para convertirse en sollozos y murmullos. El amo, que conocía
bien a Tito, ejecutó la merecida flagelación sin inmutarse hasta
quedar satisfecho del tono de la espalda del joven. Se la acarició
con calma durante un minuto antes de tomar la vara para iniciar la
segunda parte del castigo, que se aplicaría sobre las nalgas
desnudas, redondas y apetitosas.
Diez
minutos después, el amo abrazaba a un lloroso Tito ya liberado, con
la espalda y las nalgas muy rojas. A Lucas, a quien aterraba mirar el
poste ahora libre por si iba a ser él quien lo ocupara a
continuación, la escena le había perturbado enormemente y el cariño
que ahora el amo mostraba por el joven al que acababa de azotar con
bastante severidad le producía sensaciones tan encontradas que le
producían una especie de mareo.
Tras
el largo abrazo, el amo pareció recordar la presencia de Lucas y,
tras amonestarle cariñosamente, se despidió de Tito y se dirigió
hacia este, que bajó la mirada con gran aprensión. Lo tomó del
brazo y se despidió del resto de los presentes mientras lo
encaminaba hacia su habitación. El nuevo esclavo obedeció
inmediatamente, aliviado de no haber sido atado al poste, pero
recordando el comentario de su amo a propósito de una vara junior
que le esperaba, probablemente en la habitación a la que se
dirigían. Sebastián observó complacido como el amo conducía al
joven esclavo desnudo y atado recién incorporado a la casa
sintiéndolo ya de su propiedad.
Una
vez en la habitación del amo, este se sintió muy complacido por lo
bien que cuidaba Sebastián de los detalles; el instrumental para
someter a Lucas estaba a su disposición encima de la mesa.
Tranquilamente tomó la vara y la chasqueó en el aire para temor del
joven a su servicio. Contempló las pinzas para los pezones, el
collar, la mordaza y un aparato que su esclavo no pudo identificar
inmediatamente, aunque intuyó que podía servir para encerrar su
pene.
El
amo sonrió en su interior al ver el temblequeo que Lucas intentaba
disimular. Se acercó a él, lo agarró del cuello y lo trajo con él
hasta la silla que estaba colocada en una posición en principio
extraña en medio de la habitación. Se sentó y obligó al muchacho
a ponerse de rodillas a sus pies para luego, en un movimiento hábil
que pilló a su pupilo por sorpresa, colocarlo sobre sus rodillas.
El
joven, inquieto y asustado al verse inmóvil con las manos sujetas
sobre las rodillas de su dueño, se retorcía buscando una posición
más cómoda. El amo empezó a acariciarlo para que se tranquilizara,
y al cabo de unos pocos minutos el muchacho se encontraba tranquilo
como lo que debía ser a partir de ahora, un animal de compañía que
recibía caricias. La sensación de placer y al mismo tiempo de
inquietud fue todo un descubrimiento para la líbido de Lucas, cuya
erección empezó a hacerse perceptible sobre los muslos de su amo.
Este
último comprendió que había llegado el momento de castigarle y
levantó la mano que estaba acariciando las nalgas suaves del chico
para hacerla caer de golpe. El azote resonó fuerte y sorprendió a
Lucas, que no pudo evitar emitir un quejido antes de sentir el
escozor de la mano fuerte y firme del amo sobre su otra nalga.
Excitado por la contemplación y el tacto del hermoso trasero
ofrecido sobre su regazo, el amo lo azotó con calma pero con
continuidad durante las siguientes minutos.
Tras
haber presenciado el castigo bastante más duro de Tito, Lucas se
encontraba confundido ante la mezcla de placer y dolor que le
proporcionaba la mano firme de su amo, que alternaba los azotes con
las caricias. El amo buscaba a propósito estos sentimientos
encontrados en el joven; tenía mucha experiencia en adiestrar a
esclavos y Lucas no parecía ser un rebelde necesitado de que le
pararan los pies sino un muchacho asustado necesitado de protección,
y eso es lo que le quería transmitir. El joven parecía entender por
su actitud, puesto que no había puesto ninguna resistencia en ser
atado, desnudado ni conducido por la casa, cual era su lugar. Una
paliza severa, como la que había recibido Tito y la que les había
propinado en las nalgas a algunos de los esclavos que prestaban
servicio en la casa en su primera noche, le hubiera despertado terror
y ansiedad, y no era ese el objetivo, sino que entendiera que como
esclavo debía ser azotado regularmente, pero la experiencia podía
no ser tan desagradable si mostraba una total sumisión, como lo
estaba haciendo.
No
obstante, el amo sabía bien que hasta el jovencito más obediente y
amable debía no temerle pero sí respetarle, y tener claro que
cualquier atisbo de desobediencia sería castigado y que la palabra
del dueño y señor de la casa no tenía vuelta atrás. El amo había
hablado de que el nuevo esclavo iba a probar la vara, así que había
que usarla. Con mucho cuidado, levantó al joven de su regazo,
contempló el color rojo moderado que había tomado su bonito trasero
y lo llevó despacio hacia una plataforma idéntica a la que el chico
ya conocía por haber estado atado en ella nada más llegar a la
casa; Lucas, de hecho, se preguntó si era la misma hasta que por
algunos detalles en su construcción vio que era otra distinta y
pensó que, si disponían de estos dispositivos en toda la casa,
estaba claro que su uso debía ser muy frecuente.
Tomándose
su tiempo, le sujetó muñecas y tobillos a la plataforma. Con una
cuerda le rodeó también el torso inmovilizándolo completamente,
con la cabeza inclinada impidiéndole ver más que el suelo y las
piernas muy abiertas. El joven notaba la vulnerabilidad y la
exposición de sus nalgas y su ano; sin embargo la autoridad natural
de su amo y la mano firme que acariciaba su cuello y su pelo le
tranquilizaron, incluso al escuchar el chasquido de la vara cortando
el aire.
Lucas
pegó un respingo al sentir el golpe de la vara, intenso y
penetrante. Emitió un gemido que gustó al amo, volviendo a
demostrarle que no estaba ante un gallito al que hubiera que meter en
cintura sino ante un sumiso que se iba a adaptar deprisa a su nueva
vida. Se aseguró por lo tanto de que los azotes se hicieran sentir,
y disfrutó viendo las hermosas marcas horizontales que dejaban en
las nalgas indefensas y expuestas del joven y escuchando sus jadeos,
pero sin forzar sus límites. Tras unos diez golpes, acarició las
nalgas y disfrutó sintiendo su calor mientras advertía a su
esclavo:
-
Esto no es más que un aviso, nene. Si incumples una orden mía o de
Sebastián serás azotado fuerte con esta vara. ¿Crees que podrías
aguantar un castigo como el de ese bribón de Tito?
-
No, señor, creo que no podría. -El muchacho respondió con voz
entrecortada y temblorosa.
-
Entonces tienes que obedecer cualquier instrucción que se te dé,
inmediatamente y sin contestar ni mucho menos poner pegas. Poniendo
siempre buena cara. Si eres completamente sumiso, recibirás caricias
y nos entenderemos bien. ¿Entiendes, nene?
-
Sí, sí, señor.
-
Correcto. Y, salvo que se te pregunte otra cosa, esas son las únicas
palabras que debes decirnos a mí y a Sebastián: sí, señor.
Acarició
las nalgas con más fuerza y descargó en ellas un azote con la mano.
El joven comprendió que debía mostrar su conformidad.
-
Sí, señor. Entendido, señor.
-
Buen chico; ahora voy a desatarte para colocarte en castidad y para
dilatarte, nene. Vas a ser entrenado como esclavo doméstico a mi
servicio. No tienes que preocuparte de nada más que de obedecer y
hacer lo que Sebastián y yo te indiquemos.
Tras
desatarlo, el amo levantó al muchacho con cuidado de la plataforma
de sumisión; un alzamiento brusco a veces podía causar un
desvanecimiento, sobre todo en un esclavo novato. Le acarició el
pelo de manera firme y paternal y le animó a que sacudiera tobillos
y muñecas para desentumecerlos, con la amenaza de volver a atarle a
la menor resistencia que ofreciera se le ponía en castidad y se le
dilataba.
Sebastián
entró en la habitación en el momento propicio para ayudar. Mientras
Lucas yacía inmóvil en la cama con las manos en la nuca, los dos
hombres agarraron sus testículos y los encerraron en la jaula
metálica de castidad, añadiendo luego la funda que sujetaba el pene
impidiendo cualquier amago de erección. Lo cerraron y se repartieron
ambas copias de la llave. La jaula permitía al muchacho orinar y le
recordaba que esa era la única función de su pene de ahora en
adelante.
Tras
felicitarle por su buen comportamiento, le hicieron darse la vuelta.
Sebastián no pudo evitar comentar y expresar su satisfacción al ver
las marcas de la vara en las nalgas del joven, cuya belleza alabó
también antes de opinar, a petición del amo, acerca del grosor más
adecuado del dilatador que introducirían en el ano del joven. Debía
resultar efectivo y solo ligeramente molesto para dilatar la mucosa
de manera progresiva sin dañarla. Frente a amos que pregonaban la
brutalidad y la conveniencia de desgarrar a los muchachos a su
servicio, el señor de la casa tenía claro que un poco de paciencia
era la mejor opción; con un tratamiento intenso con dilatadores como
el que tenían pensado para él, en unas pocas semanas Lucas estaría
más que listo para satisfacerle y ser violado con total sumisión y
sin resentimiento.
A
pesar de sonoros suspiros y quejas, el dilatador fue introducido en
toda su longitud en la cavidad rectal del esclavo, que tendría que
retenerlo al menos durante una hora. Sebastián acarició las nalgas
del joven antes de proceder a atarlo a la cama, procurando que las
cuerdas no dañaran la piel y le permitieran una cierta movilidad sin
que existiera la opción de soltarse. Una vez sujeto el joven, el
veterano mayordomo se retiró dejando al señor de la casa con quien
era evidente que sería desde aquel momento su esclavo predilecto.
El
amo se desvistió y se metió en la cama con el joven desnudo. Lo
abrazó estrechamente, de manera que Lucas se vio envuelto en los
brazos fuertes del amo y notó su miembro tieso pegado a sus nalgas.
El calor de su cuerpo lo tranquilizó, o simplemente su mente se
desvaneció después de las experiencias tan intensas del día,
durmiéndose plácidamente protegido por el cuerpo fuerte de su
dueño.
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El
adiestramiento de Lucas se desarrolló durante las siguientes tres
semanas. El muchacho aceptó su rutina de levantar a su señor con
una larga y suave felación, puesto que al amo le gustaba tener un
dulce despertar por las mañanas. A partir del tercer día, una
ligera seña tras desatarle era suficiente para que la boca del joven
se dirigiese a su siempre tieso objetivo. A continuación, Sebastián
lo bañaba meticulosamente y, a partir de la segunda semana, lo
vestía con el uniforme de los esclavos de la casa; durante la
primera semana y fase de su educación, había tenido que permanecer
desnudo en todo momento. Si el amo se encontraba en casa, revisaba su
indumentaria y salía con él de paseo; lo llevaba agarrado de la
mano y con una vara en la otra, indicando que el joven que lo
acompañaba se encontraba bajo su control, lo cual era ya obvio por
el uniforme y los pantalones cortos del joven. Si se encontraba
ausente, era Sebastián quien lo sacaba, también llevando la vara y
agitándola en el aire de vez en cuando.
La
intuición del amo no falló: Lucas era obediente por naturaleza; le
gustaba recibir órdenes y complacer, y su dueño se aseguraba de
reforzar esa tendencia natural mediante caricias y recompensas, a
veces en forma de muestras de confianza. El muchacho tenía cierta
formación y Sebastián, que tenía ya una edad, había pensado en él
para reemplazarle en el futuro como mano derecha del amo en la casa.
Naturalmente empezando desde abajo, aprendiendo tareas de gestión
sencillas como avisar de qué artículos se acababan y qué compras
eran necesarias, y sin descuidar su tarea principal, que era el dar
compañía al amo: a veces conversación y, cuando no se le
preguntaba, limitándose a permanecer callado a su lado o en su
regazo. Por las noches después de una jornada complicada, o los
sábados por la mañana cuando se podía disfrutar del día y de los
pequeños placeres de la vida, al amo le divertía tratarlo como a su
perrito, haciéndole caricias y sometiéndole a amables torturas de
cosquillas, que solían acabar en azotes benévolos cuando el
cachorro se retorcía e intentaba librarse de los dedos perversos del
dueño.
El
lugar especial que ocupaba Lucas en la casa, en la que nunca había
habido un esclavo de compañía sin una función específica
asignada, naturalmente había suscitado recelos entre los otros
jóvenes. El amo y Sebastián, que ya habían previsto y comentado
entre ellos estas tensiones inevitables, estaban preparados cuando
estas desembocaron en ciertas faltas de disciplina que fueron rápida
y severamente castigadas. Precisamente por su posición de
privilegio, el amo esperaba un comportamiento ejemplar de Lucas y no
dudaba en azotarlo delante de sus compañeros, para gran deleite de
ellos, cada vez que este se dejaba arrastrar por insidias o
comentarios malintencionados fruto de la envidia y daba una mala
contestación.
Por
supuesto, Lucas era entrenado también en dar placer. Su técnica
masturbatoria y felatoria había hecho progresos significativos desde
su llegada. El amo recurría a veces a algún otro esclavo de la
casa, sobre todo el camarero, que era el que tenía la boca más
experta, para que el nuevo mozo de compañía aprendiera de sus
habilidades. El aprendizaje entre iguales funcionaba, y el camarero,
un muchacho unos cinco años mayor que él y que llevaba ya siete
sirviendo al amo y conociendo de manera experta su miembro y las
maneras de estimularlo, enseñó a Lucas muchas técnicas y trucos.
El amo se relajaba y, con gran deleite, se dejaba hacer por las bocas
de los dos jóvenes desnudos arrodillados a sus pies.
Por
fin llegó el día, en el plazo que había calculado Sebastián, en
el que los dilatadores habían ensanchado la cavidad natural de Lucas
lo suficiente para ser penetrado también analmente. El amo lo
comprobó con gran satisfacción esa noche y a la mañana siguiente
informó de ello a su mayordomo, así como de otra noticia que llenó
a este último de satisfacción: Lucas iba a ser presentado en
sociedad a través de un simposio o banquete.
Esta
tradición de la antigua Grecia había sido recuperada por algunos de
los señores más influyentes de la ciudad; el amo, más sencillo y
discreto, había tildado en su día esta práctica de esnobismo y no
era amigo de organizar estos eventos sociales. La organización de un
simposio para la presentación en Lucas de sociedad, por lo tanto,
tenía un gran significado, y más cuando ninguno de los esclavos
adquiridos anteriormente por el amo habían sido objeto de tal
atención. Algunos de los simposios griegos, de acuerdo con las
investigaciones de los arqueólogos e historiadores, habían tenido
como función la presentación en sociedad del nuevo efebo del que un
caballero influyente se había hecho mentor y las cerámicas de la
época muestran a los invitados varones del dueño de la casa tocando
a chicos desnudos. Era obvio que el amo pretendía recuperar este
modelo de evento y presentar a su esclavo predilecto a sus amistades,
correspondiendo a invitaciones de naturaleza semejante donde había
disfrutado de jóvenes muy apetecibles.
En
varios casos, los esclavos objeto de simposio habían sido luego
emancipados, adoptados y convertidos en hijos y herederos naturales
de sus amos, sin que ello, por supuesto, hubiera supuesto ningún
cambio en la obediencia y la sumisión debida a los señores de la
casa ni en el régimen disciplinario de los jóvenes, que seguían
siendo azotados y desnudados delante de las amistades masculinas de
sus padres igual que los esclavos con los que compartían techo.
El
amo pensó en los caballeros a los que debía invitar; tendría que
corresponder a quienes les habían presentado a su vez a sus nuevas
adquisiciones, además de otros amigos de confianza y personas de su
círculo social más estrecho que compartían su punto de vista de
que los jóvenes debían ser compartidos entre amigos y su gusto por
utilizarlos en público. Tras hablarlo con Sebastián, cerró un
grupo de ocho invitados, previando que alguno declinaría su
asistencia por algún compromiso y que otros se limitarían a
disfrutar observando pero no participarían activamente. Calcularon
que serían alrededor de cinco los caballeros que utilizarían a
Lucas; un reto para el chico, pero asumible.
Hasta
ese momento el joven tenía ya cierta experiencia en ser cedido y
utilizado por otros caballeros, precisamente dos amigos del amo que
habían sido invitados al simposio. Como muestra de estatus, era
costumbre entre los hombres de posición el tener en el salón de la
casa a uno o dos chicos desnudos en posición de sumisión. Aunque
fuera en general poco amigo de prácticas ostentosas, el amo sí
recurría a esta forma de distinción, puesto que la veía como un
acercamiento al mundo natural: el patriarca mostrando su dominio a
través de la obediencia de los machos jóvenes de la manada. Por lo
tanto cuando había visita dos de los chicos de la casa debían
desnudarse, colocarse cara a la pared con las manos en la nuca y
esperar instrucciones. A la hora de acercarse a la mesa de los
señores para servirles las bebidas, no se consideraba de mal gusto
sino todo lo contrario que el visitante acariciara las nalgas
desnudas del esclavo y emitiera algún comentario favorable relativo
a su redondez o suavidad, que el joven debía agradecer con humildad
antes de retirarse hacia su rincón a la espera de nuevas órdenes.
Si la charla era distendida y si los caballeros acababan tomando
alguna copa de más, no era raro que los invitados pidieran permiso
al amo para recibir un servicio oral del esclavo que fuera más de su
agrado. Uno de los mejores amigos del amo, muy apreciado socialmente
por su generosidad, ponía a disposición de sus visitas los cinco
traseros desnudos de sus esclavos, puestos en fila con los
calzoncillos por las rodillas y las manos en la nuca, todos ellos
jóvenes y muy agradables a la vista, para que el invitado los
observara, palpara y seleccionara su favorito para azotarlo o
violarlo.
Naturalmente
a Lucas le había tocado en más de una ocasión la tarea de
entretener a las visitas en el salón; si se trataba de una cita de
negocios, para enfatizar más el rango de macho alfa del anfitrión y
la sumisión de los jóvenes varones de la casa, estos últimos
debían tener las nalgas rojas, evidenciando que eran azotados
regularmente. La primera vez que él y otro muchacho fueron llamados
a toda prisa al salón, desnudados y colocados sobre las rodillas del
amo y de Sebastián respectivamente, la desorientación de Lucas fue
total al empezar a ser azotado sin conocer el motivo. La tranquilidad
del otro joven, que recibía los azotes sin extrañeza, le hizo
pensar en principio que le estaban considerando cómplice de alguna
infracción cometida por este. En esos casos, sobre todo si la
reunión era fructífera, más tarde, cuando la visita se había
marchado, los chicos recibían algún pequeño premio o compensación
por el castigo inmerecido.
No
obstante, en su simposio de presentación en sociedad, Lucas sería
el centro de atención y tendría que dar servicio y relax a varios
caballeros, que tomarían turnos o más bien lo utilizarían a la
vez, como le recordaba Sebastián guiñándole un ojo:
-
Recuerda que los chicos tenéis dos vías que os permiten servir
fácilmente a dos señores de manera simultánea. O incluso a veces
dos amos intentan compartir la misma vía y se dan situaciones
divertidas.
El
prestigio del amo estaba en juego, y también el suyo. Si el simposio
era un éxito su posición como favorito de la casa, heredero de
Sebastían, y quién sabe si del propio amo tras una adopción,
estaría ya consolidada y el joven habría conseguido el objetivo de
su familia al venderlo al mercader de esclavos: un estupendo porvenir
en una casa respetable que no podría conseguir de ninguna otra
forma. El amo, por su parte, debía mostrarse generoso y ofrecer a
Lucas sin condiciones ni límites; contaba con la caballerosidad de
sus invitados para no propasarse, y azotar y violar al joven con
energía pero sin brutalidad.
Finalmente
los ocho caballeros aceptaron amablemente la invitación, mostrando
la gran consideración social que tenía el amo. Se presentarían con
regalos, seguramente pensados para la dominación del joven: varas,
látigos, palas, mordazas, arneses, que serían probablemente
estrenados ya durante el propio banquete.
La
noche anterior al mismo, a Lucas le habría costado conciliar el
sueño de no haber sido por el amo, que lo envolvió en sus brazos
hasta quedar dormidos ambos. Sebastián se acercó sigilosamente para
cerrar la puerta de la habitación. La estampa del joven sumiso y
confiado protegido por su amo le enterneció y le convenció de que
ya podía jubilarse tranquilo.