lunes, 31 de diciembre de 2018

Relato BDSM: El banquete

EL BANQUETE

Sebastián se dirigió al mercado aquella mañana con una intención muy precisa. Sabía que tendría que estar a primera hora para conseguir una buena oferta evitando la aglomeración que no tardaría en producirse cuando se corriera la voz. Afortunadamente el amo tenía contactos, era un buen cliente y Sebastían, a quien todos conocían como su mano derecha, recibía chivatazos de los mercaderes cuando llegaba nuevo producto de calidad. Las horas de ventaja eran clave.
El viejo sirviente, que se ocupaba de los asuntos del amo desde antes del nacimiento de este, como a veces le gustaba mencionar, prefirió, como siempre, hacer gala de la prudencia que su señor tanto apreciaba y no crear expectativas, aunque esta ocasión tenía el presentimiento de que iba a encontrar lo que el amo buscaba. Max, el mercader que le había llamado la noche anterior, conocía bien el género y era de fiar. Últimamente el señor de la casa estaba de mal humor, enfurruñado, y Sebastián conocía la mejor forma de animarle; pensaba en ello mientras entraba en el mercado, atravesaba la zona de alimentación y se dirigía a la parte, cerrada y reservada al público masculino, donde se exhibía el producto especial que andaba buscando.
El portero le saludó cordialmente y, como viejo conocido que era, fue flexible con las normas y no le aburrió advirtiéndole acerca de la peculiar mercancía que se vendía en el interior. Sabía que no iba a herir su sensibilidad precisamente sino todo lo contrario, y Sebastían bromeó al respecto mientras entraba.
Al introducirse en el recinto, iluminado a través de claraboyas y sin ventanas al exterior para asegurar la intimidad de los clientes, la impresión del producto expuesto fue inmejorable. Había oído hablar de la belleza de los jóvenes de las nuevas colonias del imperio pero la realidad superaba con creces cualquier foto o relato. Y jamás había visto tal abundancia de muchachos a la venta; Max no había mentido y, pese a sus habilidades comerciales, apenas había exagerado: Sebastían, que llevaba más de 20 años comprando esclavos para su amo y anteriormente 30 haciéndolo para el padre de este, no recordaba tanta cantidad, calidad y variedad en el producto desde hacía mucho tiempo. Chicos de todas las razas eran exhibidos totalmente desnudos en los mostradores y los mercaderes anunciaban que había más disponibles en catálogo. Los había altos, bajos, delgados, robustos, blancos, negros, simpáticos, serios, pícaros, tímidos, desde adolescentes hasta algún que otro treintañero, y tantos que era difícil decidirse solo por uno.
La expansión del Imperio y la incorporación de las últimas colonias había producido la llegada a la ciudad de un gran número de jóvenes de los pueblos sometidos. En las zonas más rebeldes, el ejército conquistador raptaba en venganza a los hijos varones de las familias opositoras, que se repartían como esclavos entre la tropa. En la mayoría de los casos, sin embargo, las familias de las nuevas colonias vendían a sus muchachos a los mercaderes de forma voluntaria, por considerarlo la mejor opción tanto para la economía familiar como para el futuro de los jóvenes, que podrían prosperar bajo la tutela, severa, eso sí, de un amo bien situado en la capital. Los precios habían bajado por el aumento de la oferta y este era el momento ideal para que Sebastián encontrara un compañero joven, leal, sumiso y guapo para su amo.
Delante de cada joven había un pequeño panel con su descripción; las habilidades de cada uno y los trabajos que sabían desempeñar en el hogar, si eran esclavos de primera o segunda mano, su experiencia previa, si eran vírgenes de boca y / o ano o si habían sido ya entrenados, y por supuesto su precio, que el viejo sirviente encontró mejor que razonable. Tras echar un vistazo a los excelentes músculos de los muchachos formados para trabajos manuales, el mayordomo se dirigió a la zona de esclavos de compañía, especializados en acompañar y servir al señor de la casa.
Aunque aquí los jóvenes estaban igualmente desnudos para que los mercaderes exhibieran su belleza y pudieran sacarle el máximo provecho económico, los paneles descriptivos eran mucho más extensos en detalles. Estos muchachos no solamente iban a proporcionar placeres carnales a sus amos y hacer tareas domésticas básicas, sino que se les proponía para acompañar al señor de la casa en la actividad diaria y en viajes, entretenerle, ser corteses con sus visitas y desempeñar funciones de gestión de cierta complejidad; para ello debían tener una sólida formación, conocimientos de lenguas y nuevas tecnologías que les permitieran ser administradores de la propiedad del amo en el futuro. Su precio era por ello muy superior; tener esclavos de compañía era una muestra de distinción y por eso aquel día era una ocasión tan buena para conseguir uno por un precio considerable pero asequible.
Sebastián leía los currículos de los jóvenes en los paneles y se deleitaba también con sus bonitos rostros, sus torsos, sus piernas y, sobre todo, sus nalgas, una preferencia que compartía con el amo. Los mercaderes colocaban su apetitosa mercancía en diferentes posiciones para atraer a los compradores; se fijó en un grupo de cuatro chicos inclinados para hacer su trasero más prominente y ofrecerlo sumisos a los clientes potenciales. Uno de los culos, redondo, carnoso y muy apetecible sin ser demasiado voluminoso, le llamó la atención. Se giró para ver la cara del muchacho, y supo entonces que había encontrado lo que buscaba. Un cuerpo delgado natural, sin espaldas, brazos y hombros ancheados artificialmente, un culito voluptuoso y una cara dulce con un poso de tristeza lógico en alguien tan joven que acababa de experimentar un cambio de vida tan brusco; mientras otros chicos intentaban borrar su inseguridad mostrando una falsa satisfacción para resultar más apetecibles, la ternura que vio en los ojos de aquel joven le conmovió. Conocía bien los gustos del amo, y sobre todo sus necesidades. Había muchachos más guapos, más exóticos, más sensuales y con mejores cuerpos, pero muy pocos con un culo tan azotable y menos aún con aquella capacidad de despertar confianza.
El joven se llamaba Lucas, tenía 21 años y su currículo no era excesivamente brillante para un esclavo de compañía. Hablaba dos idiomas y antes de ser vendido cursaba estudios universitarios; no destacaba en nada especial. Pero al amo no le gustaban los chicos pedantes ni intelectuales, sino los muy sumisos y, aunque jamás lo reconocería, sensibles y cariñosos, y eso es lo que Lucas transmitía. Ya se le educaría debidamente, y severamente, en las aptitudes que iba a necesitar en la casa.
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El amo leyó el mensaje de Sebastián, en el que hacía referencia a una agradable sorpresa, pero lo olvidó a los cinco minutos. Los negocios familiares le habían dado un día muy cansado, y encima le había enfadado el mensaje de Tito, un antiguo esclavo emancipado que volvía a necesitar dinero. De nuevo le contaba una historia sobre obras que tenía que hacer en su casa, pero el amo, que tenía muy buenos confidentes en todas partes, sabía de buena tinta que tenía deudas de juego. Cumplidos ya los 30 años, el amo había pensado que permitirle emanciparse era la única forma de que aquel cabeza hueca madurara, pero había sido un error. O tal vez con Tito evitar el error era imposible. Como conocía a su prestamista y este le debía un favor, solucionó el problema con una llamada en la que consiguió ampliar el plazo para devolver el dinero a cambio solamente de la promesa de azotar severamente a su antiguo esclavo, cosa que el amo pretendía hacer, y con gran gusto, tan pronto tuviera ocasión.
Mientras se resolvía este incidente, en casa Sebastián ultimaba la preparación de Lucas para presentarlo a su nuevo amo. El muchacho, educado y temeroso durante el camino a su nuevo hogar, había obedecido sin dar problemas cuando el mayordomo lo desnudó y le hizo esperar con las manos en la nuca en señal de sumisión mientras preparaba su aseo. Tampoco tuvo ningún mal gesto al ser acompañado desnudo del brazo hasta el cuarto de baño; ni siquiera intentó cubrirse cuando en el pasillo se encontró con otro de los esclavos de la casa, que le dirigió una mirada divertida. Sebastián le sujetó las manos a una barra en la pared para poder bañarle con comodidad; ni siquiera en las partes más delicadas del baño, como la retirada del prepucio para enjabonar el glande o la penetración con el dedo para hacer lo propio con el ano y periné, el muchacho ofreció resistencia alguna. Algo había tenido que ver, eso sí, el sacudidor de alfombras que colgaba de un gancho en la pared junto a las toallas y que el mayordomo le aclaró nada más llegar que servía para calentar los culos de los jovencitos que se portaban mal durante el baño y que tenía la intención de usarlo al primer comportamiento inapropiado.
Una vez limpio, el joven fue colocado a cuatro patas sobre un dispositivo muy versátil que todos los jóvenes esclavos de la casa habían probado muchas veces; servía para afeitarles la zona perianal, para azotarles en las nalgas o para violarlos. Sebastián no pudo menos que apreciar de nuevo lo deseable y hermoso del culito ofrecido ante él y salió de su mutismo mientras llenaba de espuma los alrededores del ano del joven.
- Precioso culito, nene. Al amo le va a gustar mucho.
- ¿Usted cree, señor? Gracias; espero agradar al amo.
- Solo tienes que ser muy obediente y educado; poner buena cara y hacer todo lo que se te diga. Ahora muy quietecito que tengo que pasarte la cuchilla.
- Sí, señor. El amo no quiere que tenga pelos, ¿verdad, señor?
- Eso es nene, el amo te quiere bien afeitado. Así, muy quieto.
- ¿Esta pieza en la que estoy agachado se usa también para azotar a los esclavos, señor?
- Eso es, para afeitaros y también para azotaros en caso de falta grave, con la vara o la correa. Para las faltas leves, el amo te colocará sobre sus rodillas y te azotará con la mano o con una regla.
- ¿Me azotarán esta noche, señor?
- Eso lo decidirá el amo. Pero es muy probable que quiera mostrarte lo que te espera en caso de desobediencia.
- De acuerdo, señor.
Al llegar a casa, el amo se encontró con un bonito espectáculo que suavizó su expresión ceñuda nada más entrar. Un precioso trasero desnudo colocado en pompa; la ausencia total de pelos le permitió apreciar la belleza del ano y de la zona perianal ya desde la distancia. Se acercó para comprobar su suavidad y le encantó el ronroneo mezcla de temor y de placer que emitió al ser acariciado el jovencito inclinado en esa postura tan sensual.
El amo giró la cabeza inclinada del muchacho, que se encontraba totalmente desnudo y atado al dispositivo que le hacía elevar y ofrecer las nalgas, y su sonrisa se amplificó al ver la belleza y la dulzura de su rostro. Notó a su lado la presencia de Sebastián y sonrió.
- Así que esta era la sorpresa, viejo zorro. Un chico joven y guapo de los que a mí me gustan. ¿De quién es esta preciosidad?
- Suyo, señor. Es Lucas, su nuevo esclavo de compañía.
- ¿Que lo has comprado? ¿Pero con qué dinero? Debe valer un ojo de la cara.
Al aclarar el buen precio de la adquisición, el amo acarició con mano suave pero firme el hermoso trasero de Lucas mientras asentía confirmando la opinión de su mayordomo sobre el nuevo sirviente de la casa.
- ¿Qué haría yo sin ti? Ni yo mismo habría escogido mejor. Vamos a empezar a entrenarlo esta misma noche. ¿Ha llegado el sinvergüenza de Tito?
- Sí, señor, le espera desde hace un rato.
- Bien. Lleva a Lucas al salón para que presencie el castigo; prepara unas disciplinas duras y una buena vara para Tito, y también una vara junior para este joven. ¿Está dilatado?
- Parece virgen, señor. Lo he inspeccionado.
El amo humedeció su dedo índice con saliva antes de introducirlo con decisión aunque con cuidado en el ano del muchacho, comprobando que, en efecto, la vía era estrecha y habría que ensancharla. Sonrió con satisfacción al ver su erección incipiente; Lucas era un sumiso natural.
- Efectivamente. Habrá que entrenarlo entonces. Prepara también los dilatadores.
- Sí, señor.
- ¿Tito está preparado para su castigo?
- Todo listo, señor. Hago que le lleven al salón las disciplinas y la vara mientras traslado allí a Lucas.
- Gracias, Sebastián.
Al entrar en el salón, el amo comprobó que, tal y como su mayordomo le había indicado, Tito estaba fuertemente atado por muñecas y tobillos al poste de castigo y desnudo. Había engordado ligeramente tras su emancipación y su matrimonio, pero al amo no le disgustaba en absoluto la mayor redondez que notaba en sus nalgas.
Desde que había dejado de pertenecerle, el amo había tenido que castigar a Tito dos veces, por deudas y quejas de sus jefes en el trabajo, y esta sería la tercera. Naturalmente el joven rogó y suplicó que se le desatara, sobre todo al ver llegar a Jaime, uno de sus antiguos compañeros, portando las disciplinas y la vara con las que se le iba a azotar. El amo, haciendo caso omiso de las súplicas y de las promesas de enmienda, comprobó el buen estado de las disciplinas, unas tiras de cuero unidas en un mango a imitación de las antiguas herramientas empleadas para la flagelación o autoflagelación en los monasterios. Tras colocarse en la posición idónea, el amo, sin mediar palabra, descargó las disciplinas sobre la espalda desnuda de Tito.
El temor de Lucas era evidente ya desde antes de entrar en el salón, al que se le condujo desnudo y debidamente maniatado y amordazado. Los azotes y los gemidos de Tito se escuchaban en toda la casa, y la visión de la mitad superior de la espalda del joven notablemente roja habría sido impresionante para cualquiera sin experiencia en presenciar castigos, mucho más en un chico tan joven recién comprado como esclavo que sabía que antes o después se encontraría en la misma posición. Sebastián lo agarró con firmeza aunque sin violencia para que presenciara el castigo. También se encontraban en la sala Jaime y otro jovencito al que Lucas aun no conocía, ambos vestidos con una especie de uniforme compuesto por una camisa blanca y unos pantalones cortos. Lucas entendió que se trataba de otros esclavos que prestaban servicio en la casa y que se disponían a contemplar complacidos el castigo de su antiguo compañero.
Los azotes en la espalda continuaron durante varios minutos en los que los jadeos y gritos sordos del antiguo esclavo se intensificaban a ratos para convertirse en sollozos y murmullos. El amo, que conocía bien a Tito, ejecutó la merecida flagelación sin inmutarse hasta quedar satisfecho del tono de la espalda del joven. Se la acarició con calma durante un minuto antes de tomar la vara para iniciar la segunda parte del castigo, que se aplicaría sobre las nalgas desnudas, redondas y apetitosas.
Diez minutos después, el amo abrazaba a un lloroso Tito ya liberado, con la espalda y las nalgas muy rojas. A Lucas, a quien aterraba mirar el poste ahora libre por si iba a ser él quien lo ocupara a continuación, la escena le había perturbado enormemente y el cariño que ahora el amo mostraba por el joven al que acababa de azotar con bastante severidad le producía sensaciones tan encontradas que le producían una especie de mareo.
Tras el largo abrazo, el amo pareció recordar la presencia de Lucas y, tras amonestarle cariñosamente, se despidió de Tito y se dirigió hacia este, que bajó la mirada con gran aprensión. Lo tomó del brazo y se despidió del resto de los presentes mientras lo encaminaba hacia su habitación. El nuevo esclavo obedeció inmediatamente, aliviado de no haber sido atado al poste, pero recordando el comentario de su amo a propósito de una vara junior que le esperaba, probablemente en la habitación a la que se dirigían. Sebastián observó complacido como el amo conducía al joven esclavo desnudo y atado recién incorporado a la casa sintiéndolo ya de su propiedad.
Una vez en la habitación del amo, este se sintió muy complacido por lo bien que cuidaba Sebastián de los detalles; el instrumental para someter a Lucas estaba a su disposición encima de la mesa. Tranquilamente tomó la vara y la chasqueó en el aire para temor del joven a su servicio. Contempló las pinzas para los pezones, el collar, la mordaza y un aparato que su esclavo no pudo identificar inmediatamente, aunque intuyó que podía servir para encerrar su pene.
El amo sonrió en su interior al ver el temblequeo que Lucas intentaba disimular. Se acercó a él, lo agarró del cuello y lo trajo con él hasta la silla que estaba colocada en una posición en principio extraña en medio de la habitación. Se sentó y obligó al muchacho a ponerse de rodillas a sus pies para luego, en un movimiento hábil que pilló a su pupilo por sorpresa, colocarlo sobre sus rodillas.
El joven, inquieto y asustado al verse inmóvil con las manos sujetas sobre las rodillas de su dueño, se retorcía buscando una posición más cómoda. El amo empezó a acariciarlo para que se tranquilizara, y al cabo de unos pocos minutos el muchacho se encontraba tranquilo como lo que debía ser a partir de ahora, un animal de compañía que recibía caricias. La sensación de placer y al mismo tiempo de inquietud fue todo un descubrimiento para la líbido de Lucas, cuya erección empezó a hacerse perceptible sobre los muslos de su amo.
Este último comprendió que había llegado el momento de castigarle y levantó la mano que estaba acariciando las nalgas suaves del chico para hacerla caer de golpe. El azote resonó fuerte y sorprendió a Lucas, que no pudo evitar emitir un quejido antes de sentir el escozor de la mano fuerte y firme del amo sobre su otra nalga. Excitado por la contemplación y el tacto del hermoso trasero ofrecido sobre su regazo, el amo lo azotó con calma pero con continuidad durante las siguientes minutos.
Tras haber presenciado el castigo bastante más duro de Tito, Lucas se encontraba confundido ante la mezcla de placer y dolor que le proporcionaba la mano firme de su amo, que alternaba los azotes con las caricias. El amo buscaba a propósito estos sentimientos encontrados en el joven; tenía mucha experiencia en adiestrar a esclavos y Lucas no parecía ser un rebelde necesitado de que le pararan los pies sino un muchacho asustado necesitado de protección, y eso es lo que le quería transmitir. El joven parecía entender por su actitud, puesto que no había puesto ninguna resistencia en ser atado, desnudado ni conducido por la casa, cual era su lugar. Una paliza severa, como la que había recibido Tito y la que les había propinado en las nalgas a algunos de los esclavos que prestaban servicio en la casa en su primera noche, le hubiera despertado terror y ansiedad, y no era ese el objetivo, sino que entendiera que como esclavo debía ser azotado regularmente, pero la experiencia podía no ser tan desagradable si mostraba una total sumisión, como lo estaba haciendo.
No obstante, el amo sabía bien que hasta el jovencito más obediente y amable debía no temerle pero sí respetarle, y tener claro que cualquier atisbo de desobediencia sería castigado y que la palabra del dueño y señor de la casa no tenía vuelta atrás. El amo había hablado de que el nuevo esclavo iba a probar la vara, así que había que usarla. Con mucho cuidado, levantó al joven de su regazo, contempló el color rojo moderado que había tomado su bonito trasero y lo llevó despacio hacia una plataforma idéntica a la que el chico ya conocía por haber estado atado en ella nada más llegar a la casa; Lucas, de hecho, se preguntó si era la misma hasta que por algunos detalles en su construcción vio que era otra distinta y pensó que, si disponían de estos dispositivos en toda la casa, estaba claro que su uso debía ser muy frecuente.
Tomándose su tiempo, le sujetó muñecas y tobillos a la plataforma. Con una cuerda le rodeó también el torso inmovilizándolo completamente, con la cabeza inclinada impidiéndole ver más que el suelo y las piernas muy abiertas. El joven notaba la vulnerabilidad y la exposición de sus nalgas y su ano; sin embargo la autoridad natural de su amo y la mano firme que acariciaba su cuello y su pelo le tranquilizaron, incluso al escuchar el chasquido de la vara cortando el aire.
Lucas pegó un respingo al sentir el golpe de la vara, intenso y penetrante. Emitió un gemido que gustó al amo, volviendo a demostrarle que no estaba ante un gallito al que hubiera que meter en cintura sino ante un sumiso que se iba a adaptar deprisa a su nueva vida. Se aseguró por lo tanto de que los azotes se hicieran sentir, y disfrutó viendo las hermosas marcas horizontales que dejaban en las nalgas indefensas y expuestas del joven y escuchando sus jadeos, pero sin forzar sus límites. Tras unos diez golpes, acarició las nalgas y disfrutó sintiendo su calor mientras advertía a su esclavo:
- Esto no es más que un aviso, nene. Si incumples una orden mía o de Sebastián serás azotado fuerte con esta vara. ¿Crees que podrías aguantar un castigo como el de ese bribón de Tito?
- No, señor, creo que no podría. -El muchacho respondió con voz entrecortada y temblorosa.
- Entonces tienes que obedecer cualquier instrucción que se te dé, inmediatamente y sin contestar ni mucho menos poner pegas. Poniendo siempre buena cara. Si eres completamente sumiso, recibirás caricias y nos entenderemos bien. ¿Entiendes, nene?
- Sí, sí, señor.
- Correcto. Y, salvo que se te pregunte otra cosa, esas son las únicas palabras que debes decirnos a mí y a Sebastián: sí, señor.
Acarició las nalgas con más fuerza y descargó en ellas un azote con la mano. El joven comprendió que debía mostrar su conformidad.
- Sí, señor. Entendido, señor.
- Buen chico; ahora voy a desatarte para colocarte en castidad y para dilatarte, nene. Vas a ser entrenado como esclavo doméstico a mi servicio. No tienes que preocuparte de nada más que de obedecer y hacer lo que Sebastián y yo te indiquemos.
Tras desatarlo, el amo levantó al muchacho con cuidado de la plataforma de sumisión; un alzamiento brusco a veces podía causar un desvanecimiento, sobre todo en un esclavo novato. Le acarició el pelo de manera firme y paternal y le animó a que sacudiera tobillos y muñecas para desentumecerlos, con la amenaza de volver a atarle a la menor resistencia que ofreciera se le ponía en castidad y se le dilataba.
Sebastián entró en la habitación en el momento propicio para ayudar. Mientras Lucas yacía inmóvil en la cama con las manos en la nuca, los dos hombres agarraron sus testículos y los encerraron en la jaula metálica de castidad, añadiendo luego la funda que sujetaba el pene impidiendo cualquier amago de erección. Lo cerraron y se repartieron ambas copias de la llave. La jaula permitía al muchacho orinar y le recordaba que esa era la única función de su pene de ahora en adelante.
Tras felicitarle por su buen comportamiento, le hicieron darse la vuelta. Sebastián no pudo evitar comentar y expresar su satisfacción al ver las marcas de la vara en las nalgas del joven, cuya belleza alabó también antes de opinar, a petición del amo, acerca del grosor más adecuado del dilatador que introducirían en el ano del joven. Debía resultar efectivo y solo ligeramente molesto para dilatar la mucosa de manera progresiva sin dañarla. Frente a amos que pregonaban la brutalidad y la conveniencia de desgarrar a los muchachos a su servicio, el señor de la casa tenía claro que un poco de paciencia era la mejor opción; con un tratamiento intenso con dilatadores como el que tenían pensado para él, en unas pocas semanas Lucas estaría más que listo para satisfacerle y ser violado con total sumisión y sin resentimiento.
A pesar de sonoros suspiros y quejas, el dilatador fue introducido en toda su longitud en la cavidad rectal del esclavo, que tendría que retenerlo al menos durante una hora. Sebastián acarició las nalgas del joven antes de proceder a atarlo a la cama, procurando que las cuerdas no dañaran la piel y le permitieran una cierta movilidad sin que existiera la opción de soltarse. Una vez sujeto el joven, el veterano mayordomo se retiró dejando al señor de la casa con quien era evidente que sería desde aquel momento su esclavo predilecto.
El amo se desvistió y se metió en la cama con el joven desnudo. Lo abrazó estrechamente, de manera que Lucas se vio envuelto en los brazos fuertes del amo y notó su miembro tieso pegado a sus nalgas. El calor de su cuerpo lo tranquilizó, o simplemente su mente se desvaneció después de las experiencias tan intensas del día, durmiéndose plácidamente protegido por el cuerpo fuerte de su dueño.
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El adiestramiento de Lucas se desarrolló durante las siguientes tres semanas. El muchacho aceptó su rutina de levantar a su señor con una larga y suave felación, puesto que al amo le gustaba tener un dulce despertar por las mañanas. A partir del tercer día, una ligera seña tras desatarle era suficiente para que la boca del joven se dirigiese a su siempre tieso objetivo. A continuación, Sebastián lo bañaba meticulosamente y, a partir de la segunda semana, lo vestía con el uniforme de los esclavos de la casa; durante la primera semana y fase de su educación, había tenido que permanecer desnudo en todo momento. Si el amo se encontraba en casa, revisaba su indumentaria y salía con él de paseo; lo llevaba agarrado de la mano y con una vara en la otra, indicando que el joven que lo acompañaba se encontraba bajo su control, lo cual era ya obvio por el uniforme y los pantalones cortos del joven. Si se encontraba ausente, era Sebastián quien lo sacaba, también llevando la vara y agitándola en el aire de vez en cuando.
La intuición del amo no falló: Lucas era obediente por naturaleza; le gustaba recibir órdenes y complacer, y su dueño se aseguraba de reforzar esa tendencia natural mediante caricias y recompensas, a veces en forma de muestras de confianza. El muchacho tenía cierta formación y Sebastián, que tenía ya una edad, había pensado en él para reemplazarle en el futuro como mano derecha del amo en la casa. Naturalmente empezando desde abajo, aprendiendo tareas de gestión sencillas como avisar de qué artículos se acababan y qué compras eran necesarias, y sin descuidar su tarea principal, que era el dar compañía al amo: a veces conversación y, cuando no se le preguntaba, limitándose a permanecer callado a su lado o en su regazo. Por las noches después de una jornada complicada, o los sábados por la mañana cuando se podía disfrutar del día y de los pequeños placeres de la vida, al amo le divertía tratarlo como a su perrito, haciéndole caricias y sometiéndole a amables torturas de cosquillas, que solían acabar en azotes benévolos cuando el cachorro se retorcía e intentaba librarse de los dedos perversos del dueño.
El lugar especial que ocupaba Lucas en la casa, en la que nunca había habido un esclavo de compañía sin una función específica asignada, naturalmente había suscitado recelos entre los otros jóvenes. El amo y Sebastián, que ya habían previsto y comentado entre ellos estas tensiones inevitables, estaban preparados cuando estas desembocaron en ciertas faltas de disciplina que fueron rápida y severamente castigadas. Precisamente por su posición de privilegio, el amo esperaba un comportamiento ejemplar de Lucas y no dudaba en azotarlo delante de sus compañeros, para gran deleite de ellos, cada vez que este se dejaba arrastrar por insidias o comentarios malintencionados fruto de la envidia y daba una mala contestación.
Por supuesto, Lucas era entrenado también en dar placer. Su técnica masturbatoria y felatoria había hecho progresos significativos desde su llegada. El amo recurría a veces a algún otro esclavo de la casa, sobre todo el camarero, que era el que tenía la boca más experta, para que el nuevo mozo de compañía aprendiera de sus habilidades. El aprendizaje entre iguales funcionaba, y el camarero, un muchacho unos cinco años mayor que él y que llevaba ya siete sirviendo al amo y conociendo de manera experta su miembro y las maneras de estimularlo, enseñó a Lucas muchas técnicas y trucos. El amo se relajaba y, con gran deleite, se dejaba hacer por las bocas de los dos jóvenes desnudos arrodillados a sus pies.
Por fin llegó el día, en el plazo que había calculado Sebastián, en el que los dilatadores habían ensanchado la cavidad natural de Lucas lo suficiente para ser penetrado también analmente. El amo lo comprobó con gran satisfacción esa noche y a la mañana siguiente informó de ello a su mayordomo, así como de otra noticia que llenó a este último de satisfacción: Lucas iba a ser presentado en sociedad a través de un simposio o banquete.
Esta tradición de la antigua Grecia había sido recuperada por algunos de los señores más influyentes de la ciudad; el amo, más sencillo y discreto, había tildado en su día esta práctica de esnobismo y no era amigo de organizar estos eventos sociales. La organización de un simposio para la presentación en Lucas de sociedad, por lo tanto, tenía un gran significado, y más cuando ninguno de los esclavos adquiridos anteriormente por el amo habían sido objeto de tal atención. Algunos de los simposios griegos, de acuerdo con las investigaciones de los arqueólogos e historiadores, habían tenido como función la presentación en sociedad del nuevo efebo del que un caballero influyente se había hecho mentor y las cerámicas de la época muestran a los invitados varones del dueño de la casa tocando a chicos desnudos. Era obvio que el amo pretendía recuperar este modelo de evento y presentar a su esclavo predilecto a sus amistades, correspondiendo a invitaciones de naturaleza semejante donde había disfrutado de jóvenes muy apetecibles.
En varios casos, los esclavos objeto de simposio habían sido luego emancipados, adoptados y convertidos en hijos y herederos naturales de sus amos, sin que ello, por supuesto, hubiera supuesto ningún cambio en la obediencia y la sumisión debida a los señores de la casa ni en el régimen disciplinario de los jóvenes, que seguían siendo azotados y desnudados delante de las amistades masculinas de sus padres igual que los esclavos con los que compartían techo.
El amo pensó en los caballeros a los que debía invitar; tendría que corresponder a quienes les habían presentado a su vez a sus nuevas adquisiciones, además de otros amigos de confianza y personas de su círculo social más estrecho que compartían su punto de vista de que los jóvenes debían ser compartidos entre amigos y su gusto por utilizarlos en público. Tras hablarlo con Sebastián, cerró un grupo de ocho invitados, previando que alguno declinaría su asistencia por algún compromiso y que otros se limitarían a disfrutar observando pero no participarían activamente. Calcularon que serían alrededor de cinco los caballeros que utilizarían a Lucas; un reto para el chico, pero asumible.
Hasta ese momento el joven tenía ya cierta experiencia en ser cedido y utilizado por otros caballeros, precisamente dos amigos del amo que habían sido invitados al simposio. Como muestra de estatus, era costumbre entre los hombres de posición el tener en el salón de la casa a uno o dos chicos desnudos en posición de sumisión. Aunque fuera en general poco amigo de prácticas ostentosas, el amo sí recurría a esta forma de distinción, puesto que la veía como un acercamiento al mundo natural: el patriarca mostrando su dominio a través de la obediencia de los machos jóvenes de la manada. Por lo tanto cuando había visita dos de los chicos de la casa debían desnudarse, colocarse cara a la pared con las manos en la nuca y esperar instrucciones. A la hora de acercarse a la mesa de los señores para servirles las bebidas, no se consideraba de mal gusto sino todo lo contrario que el visitante acariciara las nalgas desnudas del esclavo y emitiera algún comentario favorable relativo a su redondez o suavidad, que el joven debía agradecer con humildad antes de retirarse hacia su rincón a la espera de nuevas órdenes. Si la charla era distendida y si los caballeros acababan tomando alguna copa de más, no era raro que los invitados pidieran permiso al amo para recibir un servicio oral del esclavo que fuera más de su agrado. Uno de los mejores amigos del amo, muy apreciado socialmente por su generosidad, ponía a disposición de sus visitas los cinco traseros desnudos de sus esclavos, puestos en fila con los calzoncillos por las rodillas y las manos en la nuca, todos ellos jóvenes y muy agradables a la vista, para que el invitado los observara, palpara y seleccionara su favorito para azotarlo o violarlo.
Naturalmente a Lucas le había tocado en más de una ocasión la tarea de entretener a las visitas en el salón; si se trataba de una cita de negocios, para enfatizar más el rango de macho alfa del anfitrión y la sumisión de los jóvenes varones de la casa, estos últimos debían tener las nalgas rojas, evidenciando que eran azotados regularmente. La primera vez que él y otro muchacho fueron llamados a toda prisa al salón, desnudados y colocados sobre las rodillas del amo y de Sebastián respectivamente, la desorientación de Lucas fue total al empezar a ser azotado sin conocer el motivo. La tranquilidad del otro joven, que recibía los azotes sin extrañeza, le hizo pensar en principio que le estaban considerando cómplice de alguna infracción cometida por este. En esos casos, sobre todo si la reunión era fructífera, más tarde, cuando la visita se había marchado, los chicos recibían algún pequeño premio o compensación por el castigo inmerecido.
No obstante, en su simposio de presentación en sociedad, Lucas sería el centro de atención y tendría que dar servicio y relax a varios caballeros, que tomarían turnos o más bien lo utilizarían a la vez, como le recordaba Sebastián guiñándole un ojo:
- Recuerda que los chicos tenéis dos vías que os permiten servir fácilmente a dos señores de manera simultánea. O incluso a veces dos amos intentan compartir la misma vía y se dan situaciones divertidas.
El prestigio del amo estaba en juego, y también el suyo. Si el simposio era un éxito su posición como favorito de la casa, heredero de Sebastían, y quién sabe si del propio amo tras una adopción, estaría ya consolidada y el joven habría conseguido el objetivo de su familia al venderlo al mercader de esclavos: un estupendo porvenir en una casa respetable que no podría conseguir de ninguna otra forma. El amo, por su parte, debía mostrarse generoso y ofrecer a Lucas sin condiciones ni límites; contaba con la caballerosidad de sus invitados para no propasarse, y azotar y violar al joven con energía pero sin brutalidad.
Finalmente los ocho caballeros aceptaron amablemente la invitación, mostrando la gran consideración social que tenía el amo. Se presentarían con regalos, seguramente pensados para la dominación del joven: varas, látigos, palas, mordazas, arneses, que serían probablemente estrenados ya durante el propio banquete.
La noche anterior al mismo, a Lucas le habría costado conciliar el sueño de no haber sido por el amo, que lo envolvió en sus brazos hasta quedar dormidos ambos. Sebastián se acercó sigilosamente para cerrar la puerta de la habitación. La estampa del joven sumiso y confiado protegido por su amo le enterneció y le convenció de que ya podía jubilarse tranquilo.



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