domingo, 20 de enero de 2019

Relato BDSM: El cachorro

Este relato va dirigido a los pups. Es una fantasía mía que puede coincidir o no con la filosofía pup, acertar o no, pero está escrito con mucho respeto, o al menos esa es mi intención.

EL CACHORRO

- Te llamarás Golfo.

El entrenador bautizó al cachorro mientras le sonreía y le acariciaba la cabeza; el bautismo era el rito con el que comenzaba siempre el aprendizaje. El nombre era irónico, ya que el joven parecía cariñoso y dócil, pero le gustaba precisamente ese contraste. Cuando había topado con un perrete más bribón y descarado le había dado un nombre de sumiso, como Toby o Boby. Y los casos realmente difíciles de auténticos golfos, ya no los aceptaba; la demanda de sus cuidados era muy alta, tenía que seleccionar a sus pupilos y no valía la pena perder tiempo y recursos en jovencitos que  no sabían lo que querían, por guapos que fueran o que se pensaran que fueran.

Golfo empezó a interiorizar que debía pensar en sí mismo con ese nombre durante su entrenamiento y en todo su contacto posterior, que esperaba que fuera frecuente, con su cuidador y con otros perretes; su nombre humano no había quedado atrás del todo pero sí esperaba apartarlo de su vida privada. Se consideraba afortunado por haber sido aceptado por uno de los entrenadores mejor valorados en las webs y redes sociales de pups.

Con unos cuantos años ya de experiencia adiestrando a cachorros, el maduro entrenador había desarrollado un buen olfato que le permitía identificar rápidamente a los aspirantes con posibilidades y no malgastar tiempo con la multitud de coleccionistas de fotos, buscadores de pollones, y morbosos aburridos en busca de charla erótica y de nuevas fantasías con los que había que tratar para conseguir dar con un auténtico perrete sumiso. No buscaba adoptar, porque tenía ya dos cachorrillos juguetones en casa, pero sí le gustaba hacer comunidad e introducir a jovencitos con poca experiencia en el mundo pup. Con Golfo desde el primer momento había sido evidente su potencial, su interés y su sumisión.

Cuando el entrenador le propuso una entrevista, el joven no dudó, ni siquiera cuando le explicó que tendría que desnudarse íntegramente y dejarse acariciar y meter mano para valorar su candidatura. De hecho, encontró excitante ser examinado, aunque temía el posible rechazo. No tenía músculos marcados ni un vientre plano; ahora que conocía más al entrenador, ya sabía que eso no era un handicap sino un mérito. Le gustaban tipos muy diferentes de cuerpos, delgados, atléticos o redondos, grandes o pequeños, pero sí exigía que fueran jóvenes, de piel suave y naturales, no moldeados en gimnasio. Nunca pedía fotos porque no se fiaba de ellas y pensaba que las cámaras estaban hechas para mentir en el peor de los casos, o en el mejor nunca serían capaces de captar la suavidad de la piel ni la capacidad de entrega y de sumisión de un joven.

En el cara a cara, Golfo lo conquistó con su modestia, su naturalidad, su docilidad y su culito redondo y apetitoso. Se dejó desnudar sin afectación y el entrenador lo colocó en su regazo para acariciar largamente su piel y disfrutar de su suavidad, especialmente la de sus nalgas. Al muchacho le sorprendió no ser azotado ese primer día, aunque sí recibió el aviso de que su entrenamiento sería estricto, se le exigiría obediencia total y se le castigaría con frecuencia; el entrenador acompañó estas palabras de unas palmadas en el precioso culito desnudo sobre su regazo, ilustrando claramente en qué consistirían esos castigos.

De hecho, si el joven aceptaba recibir una educación como cachorro, lo primero que hacía siempre su entrenador con los aprendices era construirse una pala de madera personalizada para castigarlos, y así se lo advirtió. La pala llevaría su nombre y al final de su entrenamiento le sería regalada al dueño que lo adoptara. La combinación de mimos y caricias con la aplicación frecuente de castigos corporales de cierta severidad producía cachorros muy sumisos y cariñosos. Pero el entrenador se apresuró a tranquilizarle respecto a su falta de experiencia, tanto en ser azotado como penetrado, ya que eso podía aprenderse fácilmente; el ser obediente y dócil no tanto y Golfo lo era.

Ya una vez aceptado como pupilo, el joven preguntó por la posibilidad de conocer a Tato y Lucho, los dos cachorrillos del entrenador, que de hecho participarían en su formación, puesto que los juegos y la interacción con otros perritos ya adiestrados eran fundamentales. El entrenador lo cogió de la mano y le permitió caminar a dos patas, privilegio por no haber comenzado todavía su entrenamiento, mientras lo llevaba al cuarto donde había encerrado a los cachorros para que no alborotaran durante la entrevista.

Al ver entrar al amo, los cachorros se colocaron en la posición de sumisión que se les había enseñado, a cuatro patas inclinados con el culito en pompa. El entrenador disfrutó de las hermosas nalgas de los dos muchachos ofrecidas ante él, totalmente afeitadas dejando el ano, el periné y todos sus encantos bien a la vista. El menos corpulento, Lucho, tenía las nalgas muy coloradas, producto de unos azotes aplicados recientemente. Naturalmente ambos jóvenes estaban desnudos; solo sus rodillas, manos y pies estaban acolchados para evitar el roce al ir a cuatro patas y su cabeza cubierta por la máscara de perrito.

- ¡Tato, Lucho, aquí!

Los cachorros se dieron vuelta y se dirigieron a cuatro patas hacia su amo, poniéndose de rodillas, sacando la lengua y haciendo ruidos guturales al llegar junto a él. Este les acarició cabeza y lomo y se dejó lamer mientras les presentaba a su nuevo compañero, que apreció las jaulas de castidad que encerraban los penes de ambos.

- Este es Golfo, un nuevo perrito. Tenéis que portaros muy bien con él.

Tato y Lucho olisquearon y lamieron al visitante que, tras mirar al que iba a ser su entrenador pidiéndole permiso, se puso inmediatamente a cuatro patas para jugar con sus nuevos amigos. Una sensación de euforia lo embriagó al verse aceptado entre cachorros como uno más.





- Golfo, trae las palas de castigo.

El cachorro se dirigió raudo y veloz, a cuatro patas, para cumplir la orden de su entrenador. Ya tenía la equipación de perrito: la máscara le daba calor pero tenía permiso para quitársela cuando le pareciera necesario; las manoplas y las rodilleras le protegían mucho, teniendo en cuenta que buena parte del día la pasaba a cuatro patas, y la jaula de castidad, que sí debía llevar 24 horas, apenas la notaba, igual que el collar. Comer de rodillas y de la mano del entrenador y beber del cuenco le resultó más fácil de lo que pensaba. Lo más duro era no hablar lenguaje humano, salvo un pequeño rato que le concedían antes de la siesta, siempre y cuando el tema de conversación estuviera relacionado con su vida actual como cachorro que recibe entrenamiento. Su identidad humana era un tema tabú; no conocía los antiguos nombres humanos de Tato y Lucho, ni ellos el suyo.

El entrenador era permisivo en dejarle utilizar el baño como a un humano y en aceptar a Golfo en su cama, aunque atado por los tobillos y las muñecas, en lugar de hacerle dormir a los pies. También en permitirle llevar los objetos agarrados en unas anillas que tenía  en el collar para no tener que cogerlas con la boca y proteger así los dientes. Tomó las palas de castigo de Tato y de Lucho y las colgó del collar.

Los dos cachorros habían desobedecido al entrenador, que para ellos era su amo, jugando fuera de la habitación autorizada donde tenían sus juguetes. No era la primera vez que lo hacían, pero además se habían peleado, algo que el amo no toleraba y que solía ser el principal motivo de los castigos que recibían. Al llegar a casa, el amo enseguida notaba cuando los cachorros habían hecho alguna trastada y temían el castigo. Las señales de la pelea no ofrecían duda, así como el desorden en el despacho del amo, que no había tardado en colocarlos sobre sus rodillas.

Las nalgas de ambos cachorros, pequeñas y estrechas en el caso de Lucho y grandes y muy redondeadas en el de Tato, pero igualmente agradables a la vista en ambos casos,  se encontraban ya enrojecidas por la mano del amo, pero las palas, que llevaban escritos sus nombres, eran muy efectivas a la hora de conseguir un buen color en un culo bonito y sobre todo una total sumisión del cachorro.

Tato emitió un grito agudo al sentir el impacto de la pala, e inmediatamente le siguió su compañero. Curiosamente las nalgas pequeñas de Lucho eran mucho más resistentes y el amo tenía claro que el castigo de cada cachorro debía ser individualizado, por lo que el culo grande pero sensible de Tato recibió azotes igual de aparentes pero bastante más flojos que los de su compañero para conseguir uniformidad en el rojo de las nalgas y en los gemidos, casi aullidos, de los traviesos.

Golfo contemplaba el castigo con excitación; no ser él el azotado le provocaba una curiosa mezcla de alivio y envidia. Había probado ya la pala, naturalmente la suya propia con su nombre, y era una experiencia intensa que había llegado a hacerle saltar las lágrimas. Conocía la sensación ardiente que estaban experimentando sus compañeros, el impacto que parecía que iba a despellejarle las nalgas, aunque luego, acabados los azotes, se disipaba en unos minutos. A pesar de que el dolor pareciera insoportable por momentos, le encantaba la sensación de sumisión que tenía estando sobre las rodillas de su entrenador, ofreciéndole el culo para un castigo.

Una vez bien azotados, los dos cachorros traviesos fueron colocados de rodillas cara a la pared hasta nueva orden. Su amo observó con satisfacción los dos culos de color rojo oscuro, y pensó contento que los azotes les escocerían al menos durante el resto del día, antes de prestar atención al cachorrillo restante, que experimentó una mezcla de excitación y temor cuando se le ordenó colocarse también sobre las rodillas del entrenador. Este mantuvo el suspense unos segundos antes de revelar el motivo por el que Golfo se encontraba en esa postura, que no era ser azotado sino que se le colocara su rabo de perrito. Para ello había sido entrenado durante varios días a través de penetraciones digitales y uso de plugs; el entrenador separó las nalgas del joven para comprobar que el ano había experimentado una dilatación que le permitía ser penetrado con el plug al que iba sujeto el rabo. Una vez implantado, el equipamiento del cachorro estaría completo.

Golfo protestó al notar la introducción del plug; el entrenador hizo caso omiso y presionó, pero la resistencia del muchacho impidió la colocación correcta del rabito. Para asegurar una mejor colaboración, envió a Lucho por la pala de castigo de su compañero, cosa que el cachorro hizo con mucho agrado. El uso contundente de la pala evitó nuevas protestas; Golfo tendría tanto las nalgas como el ano escocidos durante el resto del día, asegurando así su obediencia y sumisión.

Una vez colocado el rabito de Golfo, el entrenador repitió la operación con sus otros dos cachorros, ya que sus rabos habían sido retirados durante el castigo para poder azotarles con comodidad. Una vez completado el equipamiento de los tres, decidió añadir como castigo adicional atarles y amordazarles durante un buen rato. Los mantuvo obedientes de cara a la pared mientras preparaba las cuerdas y las mordazas; con el culito rojo para el resto del día, ninguno de los cachorros se atrevió a protestar.

Uno a uno fueron amordazados en primer lugar y luego acostados en una misma cama y atados de la misma manera, con las muñecas enlazadas entre sí a la espalda y unidas rígidamente al torso; los tobillos también unidos entre sí y a los muslos, dejando las nalgas, rojas, calientes y separadas por el rabito, accesibles a la mano del entrenador, que se entretendría un buen rato en acariciarlas mientras veía y escuchaba a los cachorros retorcerse e intentar inútilmente buscar una posición más cómoda. Golfo, siendo nuevo y menos acostumbrado a estar atado, era el que más se retorcía. La cara se le llegó a poner tan roja como el culito y los ojos llorosos, pero formaba parte de su aprendizaje el superar la rabieta y aceptar el tiempo de castigo que le quisiera imponer su amo. No obstante, el entrenador se volcó con él y las caricias en el cuello y detrás de las orejas acabaron calmándolo.
El entrenador observó con calma, mientras los acariciaba, a los que ya veía como sus tres cachorros.

Con su rabito, su máscara y su mordaza, Golfo estaba ya listo para presentar a la comunidad pup; se le ocurrían un par de posibles amos para él, ambos con experiencia: uno de ellos se había quedado sin cachorro porque este había tenido que moverse de ciudad y otro tenía ya a uno adoptado pero se había mudado a un piso más grande y se veía en condiciones de aumentar la familia. Golfo había demostrado adaptarse bien no solo a su cuidador, sino también a otros cachorros, sin más celos que los razonables. Estaba listo por tanto para empezar con la siguiente fase de su entrenamiento; el encuentro con otros cachorros y amos en espacios públicos donde tendría que jugar, convivir y ser castigado en público, ya que el entrenador, al igual que otros amos y cuidadores, llevaba siempre una mochila con mordaza, cuerdas y pala de castigo a las quedadas y le gustaba afirmar su autoridad y asegurar el buen comportamiento de los cachorros con unos azotes o un tiempo de inmovilización.

Golfo volvió a inquietarse y retorcerse, emitiendo un quejido al que la amortiguación de la mordaza daba un toque todavía más canino. Solicitaba la atención de su entrenador, que sonrió ante el tierno intento de chantaje; no tenía ninguna intención de saltarse los turnos de caricias de cada perrito. Siguió acariciando el culo grande y suave de Tato mientras oía los lamentos de sus dos compañeros, ya que Lucho se había unido a Golfo formando un dúo y hasta incluso sus movimientos entre las cuerdas parecían coreografiados, y pensaba en llamar al amo que organizaba la siguiente quedada pup para avisarle de que acudiría no con dos sino con tres cachorros. 

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