martes, 14 de abril de 2020

Relato: El casero

EL CASERO


- Adelante.

El casero levantó la vista del ordenador y Rubén, uno de los tres inquilinos que ocupaban las habitaciones que él alquilaba en su piso, apareció en el umbral de la puerta de su despacho. Lucía la sonrisa pícara que tanto le atraía y que era probablemente el primer indicio de que su intención era conseguir algo.

- ¿Puedo pasar?
- Claro, ven aquí, no te quedes tan lejos.

El casero se quitó las gafas de presbicia y echó hacia atrás su silla para recibir a su visitante, apreciando más de cerca su cuerpo alto y desgarbado. Un pantalón corto de deporte dejaba a la vista buena parte de los muslos delgados y velludos del joven. El vello también asomaba por el cuello de su camiseta. Se podría haber dicho que con su aire alegre y desenfadado, como si no fuera consciente de su atractivo, el muchacho intentaba seducir a su maduro casero, si no fuera porque este estaba ya más que seducido desde el día en que lo había seleccionado como inquilino.

El hombre sonrió también; era consciente del juego y pensaba divertirse jugando. Era un juego muy viejo, uno de los más viejos del mundo, y su éxito estaba garantizado porque en él nadie perdía, los dos jugadores salían siempre ganando; el chico joven y guapo acababa consiguiendo su propósito, y al mismo tiempo y a cambio, el señor maduro conseguía también el suyo: disfrutar de ese bonito cuerpo y de esa vitalidad.

- ¿Qué tal? ¿Todo bien?
- Estupendamente, niño. Acércate un poco más, anda.

Con la sonrisa intacta, Rubén se acercó poniéndose al alcance de la mano de su casero, que no dudo en aproximarse a su vez para colocársela en la cintura. Los dos sabían que los dedos curiosos del casero tampoco iban a tardar mucho en tantear otras zonas de la anatomía del chico.

- Si se acuerda, teníamos una conversación pendiente.

La idea de tratarle de usted había surgido del propio joven, y al casero le agradó tanto que se la había impuesto a los otros chicos que se habían instalado en su piso después, un total de cuatro en los casi tres años que llevaba ya Rubén en su casa.

- Efectivamente; no me digas que me traes malas noticias.

Tal vez para compensar esas potenciales malas nuevas, la mano del caballero buscó consuelo palpando sin disimulo las nalgas del joven. Aunque las conocía de sobra, nunca había perdido la capacidad de sorprenderse ante el tacto de aquel culito redondo, prominente y suave, a pesar de la capa de vello, inesperado en un cuerpo tan delgado. La manera en la que podía sentir sus nalgas sugería que tal vez el muchacho no llevara calzoncillos debajo del pantalón de deporte. Habría que comprobar ese punto, desde luego.

- Bueno, digamos que malas pero también buenas ... ¡ey!

Rubén fingió una no muy convincente sorpresa cuando su pantalón fue bajado hasta las rodillas. El casero le sacó el teléfono móvil del bolsillo, para que no acabara en el suelo, y lo colocó sobre la mesa.

- Ya conoces las normas, nene.

Obediente, el joven colocó las manos en la nuca como le habían enseñado al poco de entrar en aquella casa, mostrando sumisión ante la autoridad patriarcal de su casero. Su sonrisa y su mirada pícara, no obstante, se mantuvieron intactas.

- Vaya, vaya, un suspensorio. ¿Son estas las buenas noticias o hay más?

La prenda interior elegida por el travieso joven confirmaba que estaba muy interesado en conseguir algo de su casero, aunque también que tenía el día juguetón. En todo caso, el dueño de la vivienda no dejó de aprovechar la ocasión para palpar las apetitosas nalgas desnudas que tenía a mano.

- Hay más, señor.
- A ver que tienes que contar.
- ¿Puedo sentarme, señor?

Así que Rubén estaba mimoso. Normalmente era indicación del casero que fuera a sentarse en sus rodillas. El hombre se dio un par de palmadas en el muslo indicando al joven que le daba permiso. Una vez sentado en su regazo, lo agarró conteniéndolo con las manos, ya que el chico le sacaba casi diez centímetros en altura.

- ¿Qué pasa, nene? Si estás tan cariñoso es porque nos vas a dejar, me temo. ¿No?
- Sí, señor. Pero un amigo mío podría ocupar mi habitación.
- Ah, vaya. Así que te has puesto el suspensorio para recomendármelo; debéis ser muy amigos.
- No le hablaría de él sino supiera que iba a gustarle, señor.
- ¿Tienes alguna foto suya?
- Sí, señor. ¿Puedo coger el móvil?

Le animó a hacerlo con un gesto. El chico no tardó en encontrar las fotos de su amigo.

- Muy guapo de cara, sí.

La expresión de aquel chico bueno un poco triste, su cara más bien redonda y su complexión fuerte, opuestas a las de Rubén, despertaron el interés del casero. A primera vista parecía más mayor al ser más corpulento, pero mirándolo con atención, tendría la misma edad que su actual inquilino, poco más de 20 años. No tenía un tipo ni un criterio especial ni cerrado respecto a los chicos; todos los que fueran guapos, tanto altos como bajos, gordos como delgados, le gustaban. Pero le atrajo todavía más lo que vio a continuación.

Un culo abultado, carnoso y sensual apareció desnudito para él en la siguiente foto. Los calzoncillos habían sido bajados hasta la mitad del muslo para revelar su hermoso contenido. Para acomodarse aun más a sus gustos, la foto había sido obtenida con el joven de cara a la pared con las manos en la nuca, como a él le gustaba castigar a los chicos. Las nalgas y muslos desnudos de Rubén no pudieron dejar de percibir la erección dura e instantánea que la foto provocó en el casero.

Para poner la guinda al pastel, su inquilino hizo zoom sobre las nalgas de su amigo y a continuación pasó a la foto siguiente, en la que este último aparecía todavía más sumiso y sensual, inclinado a cuatro patas con las piernas separadas mostrando sus encantos: un ano y un periné tiernos y sin vello y los testículos colgando debajo. La erección del casero se intensificó si cabe.

- Sí que conoces muy bien mis gustos, granuja.

Seguro de estar a punto de conseguir su objetivo, Rubén recordó al volver a verlas como habían sido conseguidas esas fotos.

********************************************

- No seas coñazo, llevas una hora haciéndome preguntas sobre el casero. ¿Y me dices que no quieres ni pensar venirte a mi habitación cuando me vaya?
- Es que me gusta que me lo cuentes.

Pedro llevaba, efectivamente, un buen rato preguntando detalles acerca de las sesiones de disciplina que tenían lugar en la casa de Rubén, y no había parado hasta que este se bajó los calzoncillos. El tono todavía rojo de las nalgas le fascinó y no pudo evitar tocarlas.

- ¡Ay! ¡Para!
- ¿Aún te duele?
- Si aprietas sí, si tocas normal no.
- Es aquí donde duele, ¿no? Es que aquí está más rojo.
- Ahí, sí.

A Rubén le había tocado el turno el día anterior; el casero sometía a disciplina a cada uno de sus tres inquilinos entre una y dos veces por semana: el muchacho elegido como sumiso era siempre azotado, a veces con la mano y casi siempre además con instrumentos variados, e inmovilizado en diferentes posturas. En la sesión de la noche anterior Rubén había sido atado desnudo con las manos a la espalda, sujetas a una cadena que las unía al cuello, inclinado sobre una mesa para probar el impacto sobre su culo ofrecido e indefenso de una pala de madera más bien contundente, no sin antes haber recibido una azotaina de calentamiento con la mano sobre las rodillas del casero. A continuación un plug de tamaño mediano había sido introducido entre sus nalgas ardientes y había tenido que permanecer quieto y amordazado en el salón con el plug colocado durante más de media hora mientras el señor de la casa y sus otros compañeros miraban la televisión con naturalidad.

La curiosidad de Pedro por estas veladas de dominación y humillación era inmensa y no había detalle que no quisiera saber, aunque supuestamente no solo no le atraían estas prácticas sino que le repelían. Rubén era el interlocutor perfecto por su se puede decir que indiferencia y total apertura con respecto al sexo. Ser sumiso ni le excitaba ni le escandalizaba; los azotes dolían y las posturas en que se le ataba a veces eran incómodas, igual que la introducción en su ano de dedos y de objetos, pero confiaba plenamente en su casero, con el que nunca había sentido nada parecido al miedo, y había algo agradable en el escozor y el calorcito que sentía en el trasero durante las horas o a veces los días siguientes. No veía nada vergonzoso en someterse en estos juegos a cambio de una más que decente habitación en un buen barrio de la ciudad a coste cero; mucho más humillante le parecía estar aguantando a clientes maleducados y jefes prepotentes en empleos mal pagados que le robarían mucho más tiempo de sus estudios que las dos noches semanales que se pasaba inmovilizado.

Por ello nunca había ocultado a sus amigos íntimos las condiciones bajo las que había conseguido un alquiler gratuito; el único que mostró especial interés por el tema era precisamente Pedro, pero enseguida se dio cuenta que no era por juzgarlos a él ni a su casero sino porque le estaba descubriendo un mundo desconocido que era evidente que le interesaba aunque supuestamente le produjera rechazo.

Lo que tal vez no había sido buena idea era haber sido sincero también con sus padres, lo que pasa es que Rubén no sabía guardar secretos con sus seres queridos. El mismo día que se lo contó, comiendo en casa de ellos un domingo, cuando iba a volver a su piso y estaba empezando a despedirse, su padre lo cogió a solas con un pretexto poco verosímil y lo llevó prácticamente agarrado del brazo hacia su antigua habitación de la adolescencia. Sin soltarlo ni darle tiempo a pensar ni a reaccionar, su padre cerró la puerta, se sentó en la cama y, con firmeza pero sin brusquedad, le hizo perder el equlibrio y caer doblado encima de su regazo, una técnica propia que había adquirido adaptando las habilidades en artes marciales que había adquirido de joven tras años de entrenamiento y que le había sido muy útil para dominar a sus hijos varones.

Al verse en la misma posición que utilizaba su padre para inmovilizarle cuando era pequeño y había que ponerle inyecciones, supositorios o el termómetro, situaciones en las que Rubén siempre había ofrecido resistencia, el joven se quedó estupefacto ante la situación de regresión que vivía; ya no era un hombre adulto, se había vuelto muy pequeñito de repente; no concebía tener derecho a la intimidad ni sobre su propio cuerpo. Ni siquiera se atrevió a moverse mientras la mano firme de su padre le bajaba el pantalón del chandal y los calzoncillos.

El progenitor acarició con suavidad las nalgas de su chico, aliviado al no ver en ellas señal ni daño de ningún tipo. Sin ninguna vacilación, las agarró con las dos manos y las separó para revisar el ano en busca de posibles huellas de violación.

-¡Papi!

Le halagó oírse llamado de esa manera, algo que hacía años que no ocurría y que constituía un símbolo evidente de la total sumisión que había logrado de su hijo. Y le gustó también no ver señales de violencia en el agujerito rosáceo que apareció ante su vista, salvo el afeitado de la zona. Visiblemente relajado, y tras un par de palmaditas cariñosas, subió los calzoncillos y los pantalones de Rubén, lo puso en pie y lo miró con afecto acariciándole la nuca. El joven se echó en sus brazos y lo recogió con mucho agrado; la fuerza que notaba en su padre disipó toda la confusión que la inesperada inspección le había provocado y le ayudó a recomponerse.

Durante las horas y los días posteriores, esta escena volvió a la cabeza del padre, sorprendido por el placer que había encontrado en la dominación y el control sobre el cuerpo de un muchacho ya mayor. Empezó a escuchar con mayor comprensión a uno de sus compañeros, que le había confesado que estaba engañando a su mujer desde hacía varios meses con un  joven al que sacaba más de veinte años y como disfrutaba con la sumisión total que este le ofrecía. Y consiguió también comprender, dentro de lo que cabe, al casero que disfrutaba con estos juegos de dominación, azotes, cuerdas y cadenas, aunque, como es lógico, habría preferido que los practicara con otro chico y no con el suyo. En cualquier caso, decidió que habría que llevar a cabo regularmente inspecciones del culito de Rubén para asegurarse de que seguía sin sufrir abusos. El joven estaba ya familiarizado con esa rutina, y su amigo Pedro tampoco dejaba de preguntarle cada vez que venía de visitar a la familia si su padre le había sometido a revisión, mostrando también gran curiosidad por cualquier detalle.

*****************************************

Hombre maduro dominante, amante del castigo corporal, ofrece habitación exterior gratuita en piso céntrico a varón joven sumiso. Interesados enviar foto clara de cara y del trasero desnudo; la entrevista de selección incluirá desnudo integral.

Este era el texto del anuncio que el casero siempre publicaba cada vez que se iba uno de sus inquilinos dejando una habitación libre. Su profesión le había permitido jubilarse anticipadamente y dedicarse a su auténtica vocación, la dominación de chicos jóvenes; el ambiente en el piso era bueno, el alquiler gratuito y el inquilino solo debía abonar la parte proporcional de los gastos, si bien esto era negociable en caso de que el candidato tuviera una situación económica muy complicada. El casero era generoso; no le sobraba el dinero pero tampoco le faltaba y le gustaba portarse bien con quien se portaba bien con él. Los chicos solo debían respetar normas de convivencia básicas, no organizar fiestas ni traer novias ni poner música alta. Y, naturalmente, someterse a las reglas especiales de la casa: ser castigados una o dos veces por semana, en privado o delante de los otros inquilinos, desnudarse y dejarse acariciar siempre que se les indicara y no protestar ni estorbar cuando fuera otro el castigado. Por ejemplo, situaciones bastante habituales eran que alguno de los chicos se encontrara desnudo y atado sobre las rodillas del casero sobre el sofá del salón, o encadenado a la pared, o que todo el que quisiera ver la televisión tuviera que hacerlo desnudo, salvo, naturalmente, el casero.

El recuento de las normas que el casero estaba repasando para su potencial nuevo inquilino era prácticamente idéntico al que Rubén había escuchado en su día en la entrevista tras contestar a un anuncio que tampoco había variado en ese tiempo. Pedro había pedido que su amigo estuviera presente en su reunión con su posible futuro casero y este último no vio razón para oponerse. No le gustaba marear; si le había propuesto a Pedro la entrevista era porque estaba interesado en él y no había llamado a otros candidatos. No obstante, aunque el anuncio no había llegado a publicarse, tampoco tenía intención de hacerlo porque disponía aun de remanente de candidatos de otras ocasiones; pero solo pensaba tirar de ellos en caso de que las fotos que le había hecho llegar Rubén fueran engañosas o que intuyera que Pedro pudiera dar problemas por algún motivo. En principio ese chico y ese culazo eran lo que estaba buscando.

Al muchacho se le veía tímido, nervioso y sin ninguna experiencia como sumiso ni con hombres maduros, pero ir poco a poco no era problema para el casero, que tenía experiencia en pulir diamantes a partir de mineral en bruto. Lo importante es que el joven era todavía más guapo en persona que en la foto, al menos en su cara delantera; faltaba la inspección visual y táctil de la trasera.

- ¿Has comprendido las normas, chaval?
- Sí, señor.

Sin duda Rubén le había enseñado lo de "señor". El casero sonrió complacido.

- ¿Estás listo para que te pruebe?
- Creo que sí, señor.
- Tienes que estar convencido, nene.
- S... Sí, señor.
- Buen chico. Levántate y acércate.

Pedro se acercó con gran inseguridad y con expresión muy sumisa, lo cual fue muy del agrado del señor de la casa.

- Voy a desnudarte. Tú te vas a portar bien y a dejarte hacer. ¿Entendido, nene?
- Sí, señor.
- Levanta los brazos.

La camiseta de Pedro no tardó en caer al suelo. El casero le ordenó poner los brazos en la nuca mientras le quitaba los zapatos. El muchacho no se atrevió a abrir la boca mientras se imaginaba que a continuación le tocaría el turno a sus vaqueros. No se equivocaba.

La mano experta del casero bajó el pantalón dejando al descubierto un slip ajustado cuya talla era al menos un número más pequeña de lo que correspondía a un joven ancho con un culo casi rollizo. Las nalgas carnosas del joven se veían exuberantes dentro de aquel calzoncillo que no llegaba a cubrirlas, dejando su parte inferior al aire.

El casero miró a Rubén, que le devolvió una sonrisa pícara. Era evidente que Pedro había estado bien asesorado para preparar su entrevista, teniendo un amigo que conocía bien los gustos del señor de la casa. Probablemente aquel slip era del mismo Rubén, que tenía unas caderas bastante más pequeñas.

Muy complacido, su nuevo amo se sentó en el sofá y colocó a Pedro sobre sus rodillas, indicándole que sería una postura muy familiar para él si se mudaba a su piso. El joven no pudo evitar dejar pasar un pequeño gemido al sentir una mano firme palpando su gran trasero voluptuoso, tanto la parte tapada por el minúsculo slip como la desnuda. El casero notó la erección incipiente del joven al verse en posición sumisa; le recordó que pronto le bajaría el calzoncillo y el miembro sobre sus muslos se endureció de manera notable. Su nuevo inquilino era un sumiso nato y estaba encontrando su lugar.

Rubén lucía una amplia y triunfal sonrisa al comprobar su gran acierto; el casero se iba a olvidar muy pronto de los otros posibles candidatos y Pedro iba a recibir el tratamiento que necesitaba y por el que durante los últimos meses tanto había envidiado a su amigo aunque no quisiera reconocerlo. Sus reacciones cuando le había hecho desnudarse para las fotos días atrás le habían dejado pocas dudas al respecto; ni siquiera fue capaz de fingir una pequeña protesta cuando le propuso afeitar su vello más íntimo para gustar más al que podría ser su nuevo amo; disfrutó tanto de colocarse a cuatro patas y de las palmadas suaves que su amigo le propinó durante el afeitado, que este último no pudo menos que ponerlo sobre sus rodillas y darle unos cuantos azotes que servirían para prepararle para los que iba a recibir en su entrevista.

Pedro comenzó a balbucear sonidos ininteligibles mientras su slip bajaba por sus muslos empujado por la mano firme de su casero, que no tardaría en impactar sobre las imponentes nalgas que se exhibían ante la vista del que sería desde ese momento su amo. Rubén se puso cómodo para disfrutar de contemplar aquel castigo tan deseado por ambas partes, con la tranquilidad de quien dejaba su habitación seguro de compensar a su amo por el hueco que provocaba y al mismo tiempo de poner a uno de sus mejores amigos en excelentes manos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario