domingo, 3 de mayo de 2020

Relato: El castigo, nuevo capítulo de Tristán

Pues a veces todo llega; espero que quienes en todo el tiempo transcurrido desde el capítulo 5, por el que pido disculpas, han tenido la amabilidad de interesarse por esta serie y pedirme su continuación, piensen que nunca es tarde si la dicha es buena y ojalá disfruten con la vuelta de Tristán.

Capítulos anteriores:

TRISTÁN
CAPÍTULO 6: EL CASTIGO

Resumen de capítulos anteriores: Al finalizar sus estudios Tristán es inscrito por su familia en la abadía de una orden religiosa donde adiestran a chicos jóvenes para colocarlos como sirvientes sumisos en casa de señores adinerados. El abad de la orden encarga al entrenador deportivo, Horacio, el entrenamiento del joven; en el capítulo 5 Tristán pierde el control durante una revisión médica y es trasladado por los monjes a la mazmorra de castigo.

Horacio notó sobre el hombro la presión de una mano suave pero a la vez firme que en seguida identificó como del abad. Al volverse la expresión del prior le transmitió la misma tranquilidad y la misma autoridad que su mano; le indicó que le acompañara mientras el Padre Julián y sus ayudantes ponían en orden las sillas y la sala utilizada para la primera clase del curso de iniciación a la sumisión para chicos externos a la Abadía. El entrenador se imaginaba ya el tema de la conversación que iban a mantener, y alabó en su mente la discreción y el saber hacer del abad, que se lo llevó a un aparte en un pequeño despacho desocupado a aquella hora y cerró la puerta.

- Con la organización de la clase, que, por cierto, ha sido todo un éxito, no hemos tenido tiempo de hablar del incidente de esta mañana.
- Así es, Padre. Siento lo ocurrido.

El superior de la Abadía lo miró con una mezcla de reproche, ironía e indulgencia.

- No le doy más importancia que la que tiene. Estás haciendo un buen trabajo con Tristán, como me imaginaba. He visto como te mira; te tiene no solo respeto sino admiración y afecto, y se le ve contento de ser dominado, que es lo mejor a lo que podemos aspirar. La docilidad que le has dado a su mirada en los pocos días que lleva con nosotros no es fácil de conseguir.

La perspicacia con la que el abad captaba todos los detalles, sin estar prestando aparentemente atención, nunca dejaba de sorprender a Horacio. Pero él tampoco era tonto y sabía que detrás de esta halagadora introducción venía un pero.

- No obstante, una falta de disciplina es algo de lo que hay que encargarse, por supuesto. Unas horas en la mazmorra del Padre Julián no le van a hacer ningún daño; Tristán volverá a tus brazos todavía más sumiso y entregado.
- Sí, Padre. Hay algo más, ¿verdad? ¿También van a castigarme a mí?
- Así lo ha pedido el doctor al consejo de disciplina y me han trasladado que respaldan su petición. No me sorprende, los dos sabíamos que no te iban a dejar pasar ni una. Creo que la forma de conseguir que esto se olvide más rápido es mostrarme conforme y actuar de la manera habitual cuando el consejo me comunica una falta o un exceso de celo en la disciplina de cualquiera de los pupilos de la Abadía: someter al hermano responsable del joven a corrección fraterna.

Horacio solo había sido testigo de un par de correcciones fraternas desde que había regresado a la abadía en calidad de hermano y entrenador de los chicos tras haber sido novicio de joven. Mientras los novicios podían ser castigados por el hermano a su cargo en cualquier momento y por cualquier motivo que este considerara conveniente, los hermanos estaban también sometidos a castigos corporales, pero estos debían ser aprobados por el consejo de disciplina de la Abadía.

Lo más habitual era que el castigo lo aplicara toda la comunidad en su conjunto; el infractor era atado desnudo a una plancha de madera que se instalaba en el centro del comedor y los monjes se ponían en fila y se iban pasando de uno a otro las disciplinas eclesiásticas, un látigo formado por varias tiras de cuero, para corregir al compañero que había caído en desgracia. El abad comprobaba que todos los hermanos participaban del castigo, y que aplicaban la disciplina sobre la espalda del hermano castigado sin exceso de rigor y también sin defecto del mismo, amonestando si en algún caso el azote era demasiado severo o demasiado poco. También era el abad quien decidía el número de rondas que constituirían el castigo; las dos correcciones fraternas que había presenciado Horacio habían constado de 3 rondas, lo cual venía a suponer unos 90 azotes, teniendo en cuenta que solían participar alrededor de 30 frailes.

Desde su regreso a la Abadía, por faltas menores y pequeños incumplimientos del estricto código de disciplina de los monjes, Horacio había sido azotado en unas pocas ocasiones por el abad a la manera de los novicios, es decir, mediante disciplina baja, que era el eufemismo empleado en la orden para referirse a los azotes en las nalgas.  Estos castigos había tenido lugar en la intimidad, solo delante de uno o dos frailes que ejercían de testigos; esta vez, sin embargo, iba a ser humillado en público y no por el abad, al que debía obediencia, sino por todos sus compañeros al unísono. Al abad le parecía una excelente idea para compensar la posible soberbia que le podía producir el verse tan joven ya responsable de la educación de uno de los pupilos de la Abadía; naturalmente no expresó esta idea verbalmente pero el entrenador la captó y la aceptó con resignación. Naturalmente, ni Tristán ni ninguno de los otros chicos que recibían adiestramiento, ni de los novicios, tendría conocimiento de la corrección fraterna.

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Por su parte, el pupilo de Horacio, totalmente ajeno a la situación complicada que atravesaba su maestro, tenía bastante con sus propios problemas.

Había sido trasladado a la zona de castigo en un estado de mucha agitación, tras haber sido maniatado, amordazado y cargado sobre el fuerte hombro del Padre Julián, especialista en tratar con infractores de la disciplina de la Abadía. En su trayecto a la sala había sido conducido desnudo en esta humillante posición, como si se tratara de una mochila, por varias salas y zonas del edificio, cruzándose con varios monjes, algunos de los cuales no dejaron de comentar la hermosa vista que presentaban las nalgas de Tristán ni de recomendar al Padre que las castigara severamente. El joven no podía permitirse siquiera emitir un quejido ahogado por la mordaza, ya que el menor sonido era respondido inmediatamente con un potente manotazo de la poderosa mano del fraile sobre su trasero.

Ahora se encontraba  inmovilizado, con las muñecas atadas y sujetas a la pared con una cadena, y los tobillos muy separados entre sí y ceñidos por sendos agarres de metal. Sus sujeciones le obligaban a mantenerse en pie y le costaba girar la cabeza porque un collar metálico, unido a la pared mediante otra cadena, le hacía doloroso cualquier movimiento. No obstante, sabía que a su lado había otro chico con las mismas ataduras.

Una mordaza le cubría por entero la boca y esta no era la única abertura de su cuerpo que había sido tapada. Un dilatador muy similar a los que usaba su entrenador le había sido introducido en el recto y sus genitales estaban atrapados en una jaula. Lo más estresante había sido la venda que había tapado sus ojos mientras le colocaban todos estos artilugios de castigo y oía también como preparaban al otro joven que se encontraba a su lado; cuando se la habían retirado, sus pupilas tardaron un rato en acostumbrarse a la penumbra de la sala.

Cuando fue capaz de ver, apareció frente a él un tercer joven de aproximadamente su misma edad. Se encontraba de espaldas, desnudo y sujeto por el cuello, las muñecas y los tobillos, de manera muy semejante a él y a su compañero, aunque con la cabeza girada hacia ellos, lo que hacía visible su mordaza.

Tristán comprendió enseguida que el objeto de la disposición en la que los habían situado era que el joven de enfrente iba a ser castigado, azotado probablemente, y los otros chicos de la sala debían contemplar su castigo imaginándose que serían los siguientes. Los frailes dominaban bien el suspense y, tras retirarles a todos las vendas de los ojos, los dejaron solos un buen rato en el que Tristán reparó en las nalgas pequeñas sin apenas vello del joven y en su bonito cuerpo, delgado pero no menudo. No podía ver si tenía jaula de castidad colocada, pero sospechaba que no tenía introducido el dilatador. Probablemente podría ser un estorbo a la hora de azotarle en las nalgas.

Al escuchar pasos, vio por el rabillo del ojo el regreso del Padre Julián y de su ayudante. Entre los dos transportaban un par de disciplinas, los látigos utilizados por los monjes, y también un haz de varas y un sacudidor de alfombras cuyo uso se imaginó rápidamente. No obstante, a pesar de lo cuidado de la atmósfera amenazante de la sala de castigo, para su sorpresa los frailes se dirigían de una manera firme pero suave y calmada a los chicos castigados; su tono no era de verdugos sino más bien de médicos que consideraban sus faltas de disciplina como una enfermedad para la que tenían el tratamiento adecuado.

Con tranquilidad, los dos maduros monjes colocaron las varas y el sacudidor a un lado, se situaron uno a cada lado del muchacho que estaba en frente de Tristán y se repartieron las disciplinas. Tras comprobar que las tiras de cuero estaban sueltas y no enredadas, los dos disciplinadores se miraron y se dieron señales de conformidad para empezar el castigo. El primer azote del Padre Julián sobre los omoplatos del joven le hizo dar un respingo; el segundo, propinado por su ayudante, no tardó en sucederse.

Tristán, y seguramente también su compañero atado a su lado, no tenían más opción que presenciar el castigo convencidos de que a continuación llegaría su turno. Los azotes caían lentamente pero con firmeza, siempre de forma alterna de un lado y del otro, sobre la mitad superior de la espalda del joven, que comenzaba a enrojecer y a mostrar pequeñas señales objeto del impacto de las múltiples tiras de las disciplinas. La iluminación de la sala estaba calculada para resaltar el cuerpo del joven castigado, destacando el enrojecimiento de la piel, mientras el resto permanecía casi en penumbra.

Pese a su lógico temor, Tristán no podía evitar apreciar la belleza del castigo: el sonido de los golpes al impactar sobre el cuerpo desnudo con su ritmo casi melódico, los gemidos del muchacho ahogados por la mordaza, el estremecimiento de sus músculos casi totalmente inmovilizados por las cadenas, el tono rojo cada vez más intenso de la región azotada ... era un espectáculo casi hipnótico.

Tras un tiempo difícil de calcular para Tristán, los frailes interrumpieron el castigo. Mientras su ayudante esperaba látigo en mano, el Padre Julián apartó el suyo momentáneamente para acariciar la espalda y la nuca del joven con una suavidad que contrastaba con el vigor con el que había sido utilizada la disciplina. A Tristán le recordó la manera en la que Horacio, su cuidador, lo azotaba y lo acariciaba, y le volvió la sensación agridulce, de ternura y al mismo tiempo de aprensión, de deseo y de temor a la vez, que le envolvía cuando su tutor lo castigaba. No obstante, nunca había sido azotado en la espalda y no era frecuente ver espaldas rojas en los otros chicos sumisos a los que se entrenaba en la Abadía y con los que se cruzaba cuando Horacio lo sacaba de paseo, a diferencia de las nalgas, que sí mostraban marcas de azotes recientes en la mayoría de los casos, incluyendo las suyas. Así que estaba atemorizado ante un castigo nuevo para él y probablemente especialidad de aquella sala.

Para su sorpresa, puesto que ingenuamente había dado el castigo por terminado, los frailes, tras un descanso de unos escasos minutos, reemprendieron la sucesión de azotes con las disciplinas sobre los omoplatos y la región dorsal del joven, que volvía a gemir y retorcerse. Tanto el Padre Julián como su ayudante eran expertos flageladores que veían el castigo de cada muchacho indisciplinado como una tarea que les gustaba ejecutar con pericia disfrutando de cada momento, igual que un cocinero preparando una cena o un artesano reparando un mueble. Les gustaba comentar luego cada detalle de la flagelación: las reacciones del muchacho, la suavidad y el enrojecimiento de su piel o la calidad de las disciplinas o del instrumento utilizado. Llevaban tiempo azotando a jóvenes de manera conjunta y tenían una gran complicidad; sabían, con una breve mirada o un gesto, cuando había que incrementar el ritmo o la intensidad de los golpes, cuando disminuirlos o cuando hacer una pausa.

La sala de castigo era un lugar donde no resultaba fácil mantener la noción del tiempo, como Tristán pudo comprobar. Ni siquiera habría podido asegurar si las pausas en la flagelación del joven que tenía enfrente habían sido 3 o 4; estaba impresionado y sobrecogido por la duración del castigo. Una de las especialidades del Padre Julián y su ayudante eran las sesiones de azotes muy largas, prolongando y manteniendo en el tiempo las sensaciones del muchacho castigado, jugando con sus límites en el nivel justo para no hacerle daño ni sobrepasarse pero sí dejarle el recuerdo de una experiencia muy intensa. La mitad superior de su espalda había tomado el color de un tomate maduro, a punto de pasarse al púrpura. Por fin ambos frailes se miraron y consensuaron el detener las disciplinas, ponerlas a un lado y liberar al joven, que no cesaba de emitir sonidos ininteligibles.

Lo soltaron de sus ataduras, lo acariciaron, le quitaron la mordaza, le ofrecieron agua, le ayudaron a masajearse las muñecas y los tobillos para normalizar la circulación y, para la estupefacción de los tres jóvenes presentes, prepararon un reclinatorio para colocarlo en la posición de sumisión. Tristán estaba muy familiarizado con estos dispositivos, que los tutores, incluyendo el suyo, utilizaban para azotar a los chicos a su cargo, o para introducirles los dilatadores anales, o para violarlos, o para todas estas cosas.

El joven fue de nuevo amordazado y atado, pero esta vez en la posición de sumisión; tuvo que arrodillarse sobre el primer escaño del reclinatorio e inclinar la espalda sobre el segundo para que sus nalgas quedasen prominentes y ofrecidas, dejando bien a la vista el ano, el periné y la bolsa escrotal entre ambas piernas, convenientemente separadas a través de las argollas que inmovilizaban las piernas del castigado. Sus muñecas fueron también sujetas a la parte delantera del dispositivo, elevando todavía más y permitiendo una vista totalmente frontal del bonito culo del joven, a total disposición de sus castigadores.

Una vez bien sujeto el reo, los frailes discutieron sobre cuál de las varas de su haz, de diferentes grosores, era el idóneo para azotar su trasero. Una vez se decidieron, cada uno tomó una vara, ambas del mismo tamaño, y repitieron su posición a sendos lados del joven.

Tristán no podía creer que el muchacho, después de una larga e intensa flagelación en la espalda, fuera ahora a ser objeto de una sesión de azotes en las nalgas propinados probablemente con el mismo ímpetu. Si le quedara alguna duda, el Padre Julián lo miró a los ojos y le confirmó que, cuando acabaran con el joven colocado en el reclinatorio, él sería el siguiente. La consternación del pupilo de Horacio fue inmensa y se recrudeció al ver y oír el primer silbido de la vara y su impacto sobre el culo desnudo e indefenso de su compañero.

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- Creo que ya va siendo hora de dirigirnos al comedor para tu castigo, Horacio. Los hermanos han sido citados dentro de 10 minutos.
- Sí, Padre.
- Desnúdate.
- Esto .... ¿aquí, Padre?
- Me has oído perfectamente.

De no haberse tratado del mismo abad quien se lo exigía, Horacio habría protestado. Iba a ser conducido desnudo al lugar en el que tendría lugar su castigo a través de zonas comunes de la Abadía, como si fuera un novicio, si bien es cierto que el trayecto entre el despacho del abad, en el que se encontraban reunidos con el Padre Isidoro, y el comedor transcurría dentro de un ala del edificio destinada exclusivamente a los monjes, y que por lo tanto ninguno de los pupilos sometidos a adiestramiento tendría ocasión de verle. Pero estaba claro que el director del lugar pretendía darle una lección y no le ahorraría ninguna humillación.  El Padre Isidoro mostraba una sonrisa de oreja a oreja, encantado de presenciar el castigo del hermano más joven, y más atractivo, de la entidad, y de verlo desnudo y humillado.

Sumiso frente a los dos padres, de más edad y autoridad que él, se despojó sumiso de la camiseta, los calcetines y del pantalón de deporte, su atuendo habitual, y se quedó de pie en medio de la habitación con las manos en la nuca y mirando al suelo, vestido solo con un suspensorio. Se lo había puesto para complacer al abad, que sabía que era gran amante tanto de esta prenda en sí como de su trasero en particular. Se dio media vuelta para ofrecer sus nalgas desnudas, grandes y musculosas, ante la vista de ambos religiosos, que las observaron con mucho agrado.

- He dicho desnudo, Horacio. Quítate el suspensorio.

La tenue esperanza de guardar un mínimo de dignidad se había desvanecido; tendría que presentarse completamente  desnudo delante de los frailes con los que se cruzaran en el camino, y de los que se encontraran ya en el comedor. Procedió a bajarse el suspensorio, ofreciendo la hermosa imagen de su culo inclinado al abad y al Padre Isidoro. Ya totalmente desnudo, se giró de nuevo con las manos en la nuca mostrando sumisión frente a sus superiores.

El abad se levantó, lo agarró del cuello e hizo una seña al Padre Isidoro, que sacó la mordaza y las esposas.

Con las manos esposadas a la espalda, la mordaza puesta, y los genitales y las nalgas bien visibles, como se hacía con los novicios y los sumisos en fase de adiestramiento, fue conducido fuera de la habitación por la mano firme del abad, que seguía agarrándolo del cuello.

La sorpresa del desdichado Horacio fue mayúscula; tras ser paseado por varios pasillos y escuchar varios murmullos y comentarios acerca de lo acertado de que fuera a ser castigado, su humillación fue todavía mayor al entrar. Fue recibido por las sonrisas y las miradas irónicas de sus compañeros, evidentemente complacidos de verlo expuesto desnudo frente a ellos para ser azotado a continuación; pero lo peor, la guinda para colmar su vergüenza, fue que el dispositivo de castigo situado en el centro de la habitación para él no era la plancha para ser flagelado en la espalda, sino el reclinatorio que lo colocaría en la posición de sumisión, con las nalgas ofrecidas ante la comunidad.

Se le iba a azotar en el culo, como en sus tiempos de novicio. Y esta vez no en privado en el despacho del abad, sino en frente de toda la comunidad y de mano, o más bien de la vara, de todos ellos.

El abad sonrió internamente al ver la consternación y la súplica en la mirada del entrenador; con un pequeño gesto le confirmó que no se trataba de un error, que el consejo de disciplina había decidido que se le azotaría en las nalgas. No era desde luego lo habitual en un hermano con votos, pero tampoco era habitual que hermano fuera tan joven, sin llegar siquiera a la cuarentena, y mantuviera un trasero tan digno de ver y de azotar. Para la mayoría de los asistentes, el castigo de Horacio generaba tanta expectación como los de los novicios más guapos y deseables; en parte, eso sí, por ser mucho menos habitual y representar una interesante variación en el día a día de los monjes.

Desnudo, atado y amordazado delante de toda la comunidad, el abad siguió el procedimiento, explicando la falta que había cometido y por la cual el consejo de disciplina había decidido que era merecedor de un castigo corporal en forma de disciplina baja y aplicado mediante corrección fraterna. El castigo sería precedido, eso sí, de un calentamiento previo de mano del abad, con el objeto de favorecer la humildad y el arrepentimiento del hermano, transgresor de las normas de la abadía y necesitado de corrección.

Cuando se vio desnudo sobre las rodillas del abad, lo único que alivió la vergüenza de Horacio fue el pensar que sus compañeros no podían verle la cara; solo su redondo y carnoso culo, que el superior de la abadía acarició brevemente antes de descargar el primer y sonoro azote. El entrenador recordó rápidamente la fuerza que la mano del abad mantenía intacta pese a la avanzada edad de este; pronto tuvo que hacer un esfuerzo por no gritar mientras sus nalgas recibían un impacto firme tras otro. Los hermanos de la orden emitían murmullos y gestos de aprobación mientras veían enrojecer el gran y hermoso trasero que centraba la atención de todos.

Ya con las nalgas rojas y ardientes del efecto de la mano del abad, Horacio fue atado al reclinatorio con las piernas bien separadas, y el ano, periné y testículos ofrecidos al numeroso público presente. Era el momento de protagonismo de la vara y el abad la tomó en su mano, dando instrucciones a los hermanos para que se colocaran en fila. Cada uno cogería la vara, daría un azote firme sobre las nalgas desnudas del hermano penitente, cedería el instrumento del castigo y se colocaría al final de la fila, esperando su turno de nuevo al acabar la primera ronda.

La satisfacción general obligó a una segunda ronda, y posteriormente a una tercera. El castigado ya no intentaba evitar los jadeos o pequeños gritos cada vez que la vara impactaba sobre sus nalgas escocidas de color rojo intenso.

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Tristán volvió de la sala de castigo igual que había entrado en ella aquella mañana: desnudo, cargado sobre el hombro del Padre Julián, maniatado y amordazado. Naturalmente el color de su culito y de su espalda era lo que había sufrido una importante modificación; una vez trasladado el sumiso a su celda con su instructor, Horacio no pudo menos que admirar, además de envidiar, el tono casi púrpura de la piel del joven. Rápidamente lo colocó sobre sus rodillas y preparó el ungüento que utilizaba para aliviarle el escozor y evitar moratones y favorecer la recuperación de la piel después de los azotes.

No pudo evitar una erección ante la forma de ronronear del muchacho desnudo sobre sus rodillas, al sentir el alivio sobre su piel todavía ardiente. Su entrenador le avisó de que su castigo no había acabado; mañana continuaría: se pasaría el día desnudo, atado y expuesto en una zona pública para que toda la abadía supiera que había sido desobediente y pudiera ver en su espalda y su culito todavía rojos los efectos de incumplir las normas. Además seguiría llevando la jaula de castidad de manera habitual para el resto de su instrucción. Al introducir el dedo en el ano del joven mientras le extendía la pomada por las nalgas, notó el placer que le producía ser penetrado de esta manera, no a través de una erección, imposible de apreciar dentro del dispositivo de castidad, pero sí en sus jadeos.

Aunque la enorme excitación del entrenador provenía en su mayoría de volver a tener a su disposición el magnífico culito pequeño pero redondo y voluptuoso de Tristán, una pequeña parte tenía su origen en el recuerdo de la escena muy similar que había tenido lugar un par de horas antes en el despacho del abad, que igualmente lo había puesto desnudo sobre sus rodillas, esta vez en la intimidad sin testigos, para untarle igualmente de pomada y aliviar los efectos de los azotes. Esto le había retrotraido a muchas situaciones parecidas, humillantes y excitantes a la vez, de su época de novicio.

Los gemidos del muchacho al ser acariciado y penetrado, mezclados con los recuerdos de su etapa anterior como sumiso y del castigo vivido ese mismo día, elevaron la libido del entrenador obligando a un desahogo inmediato. Levantó a Tristán de su regazo, lo puso de rodillas y se abrió la bragueta para que su sumiso le diera satisfacción, recordándole que esa era otra parte fundamental de su entrenamiento.

2 comentarios:

  1. Me gustaría contactarme me gusta mucho sus historias

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  2. He puesto en la barra de la derecha mi correo electrónico, spainkophile@yahoo.es, por si alguien quiere contactarme. Un saludo

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