Continúa la historia en un nuevo capítulo. Intento que no me queden demasiado largos.
Capítulo 8: El castigo de Adrián
Horacio sonrió ante la astucia de su antiguo pupilo, tan hábil a la hora de seducir a hombres maduros como a chicas jóvenes y un tanto bobaliconas, y que iba a conseguir, mediante un sonoro braguetazo, labrarse una posición segura en una de las casas de más prestigio y dinero de la ciudad. Al enterarse de la situación tan comprometida en la que se encontraba su hija, Don Lope había azotado severamente al sinvergüenza de su criado favorito pero se había visto obligado a continuación a dar el visto bueno al matrimonio, con la condición de que su yerno seguiría bajo su batuta y su disciplina. El suegro, como pater familias, mantendría su derecho a castigarlo si no cuidaba debidamente de su esposa y también a acceder a su cuerpo; el joven tendría la obligación de satisfacer, aunque de maneras muy diferentes, los deseos tanto de su esposa como de su suegro.
Adrián era además un astuto narrador que acababa su relato con una detallada descripción de su castigo cuando se descubrió el embarazo de su ahora prometida. Se había escondido en casa de un amigo previendo la airada reacción de su amo, con la intención de dejarse ver unos días más tarde con los ánimos un poco más apaciguados. Pero Don Lope no era tonto y no le costó sonsacar a su hija donde se encontraba escondido su pretendiente. Se presentó con dos de sus sirvientes en la casa del amigo encubridor, llamado Gerardo, que era también un antiguo criado suyo, y, cuando este intentó mentir torpemente y negar la presencia de Adrián en su casa, se llevó dos sonoras bofetadas del que a fin de cuentas seguía considerando como su amo porque había dejado la casa de Don Lope hacía menos de un año. Tras inclinar la cabeza y pedir perdón, demostrando que no había perdido los modales sumisos que le habian inculcado, dirigió a sus dos antiguos compañeros, los criados que acompañaban a Don Lope, a la habitación donde se escondía el joven crápula.
Naturalmente los dos sirvientes escogidos por el amo para esta misión eran corpulentos y redujeron sin problema a Adrián, atreviéndose incluso uno de ellos a empujarlo a rastras ante Don Lope cogido de la oreja. Este útimo, tras propinar otro buen par de bofetones al fugitivo, dio una seña a uno de los criados; tras afirmar con la cabeza, este último sacó del zurrón que llevaba consigo dos trozos de soga y una mordaza que colocó rápidamente sobre la boca del joven huido, sofocando sus quejas y sus posibles gritos mientras su otro compañero lo agarraba con fuerza. El reo, aunque ya silenciado, intentaba inútilmente escapar del castigo que sabía que merecía, pero sus brazos estaban fuertemente sujetos por su compañero más corpulento, mientras el otro procedía a atarlos con una de las cuerdas. La otra iba destinada a los tobillos de Adrián, que fue levantado en vilo y sentado sobre una mesa para posibilitar el acceso a sus pies. En esta ocasión, el propio Don Lope se encargó de sujetar las piernas del fugitivo para evitar el pataleo mientras las cuerdas entrelazaban sus tobillos. Posteriormente una cuerda adicional fue utilizada para unir además las rodillas del joven, añadiendo una garantía extra de inmovilidad.
Reducido y convertido en un fardo fácil de cargar sobre los hombros de su amo, Don Lope se lo llevó así de la casa de Gerardo, su antiguo criado, del cual se despidió con una palmada en la cara, en esta ocasión cariñosa, tras una nueva disculpa por parte de este.
- Lo siento, amo. Pensé que podía ser una buena idea ocultar unos días a Adrián de su vista hasta que la situación se calmara. Crea que mi intención no era faltarle al respeto. Puede castigarme a mí también si lo ve conveniente.
- Eres un buen chico, Gerardo. Celebro ver que te van las cosas bien y tienes una buena casa. La mía siempre estará abierta para ti si lo necesitas.
- Gracias, amo. Y lamento el comportamiento de Adrián; espero que lo castigue como se merece. Adios, Adrián, y suerte -dio un azote a su compañero a modo de despedida, aprovechando que su posición sobre el hombro de Don Lope realzaba sus nalgas y las ponía muy a su disposición.
Don Lope recorrió contento la calle acompañado de sus dos criados, y también, como no, del tercero arrastrado sobre su hombro mientras le regañaba en voz alta haciendo pública y notoria su condición de fugitivo apresado; para reforzar su charleta, de vez en cuando propinaba un sonoro azote en el culo del joven que le hacía removerse ligeramente. No era inhabitual que algún sirviente, sobre todo los más jóvenes o los de menos peso, fueran transportados de esta guisa como ejemplo para cualquier otro criado que se propusiera escaparse o desobedecer.
Una vez en casa, Adrián fue desatado bajo la supervisión del amo y la colaboración de los dos sirvientes que lo habían acompañado, así como de un tercero como refuerzo ante un posible forcejeo, para ser desnudado, colocado sobre el banco de castigo y atado al mismo. El banco constaba de dos niveles; el primero servía para poner de rodillas al criado y el segundo para inclinar la mitad superior de su cuerpo desnudo. Un par de cinchas resistentes de cuero sujetaban firmemente a la estructura los muslos del joven; lo mismo con las pantorrillas, y dos pares de cinchas impedían a su vez que el torso se separara de la superficie del banco. Por último, en la parte superior del aparato existía un cepo para aprisionar el cuello del muchacho. Como resultado, sus nalgas desnudas, porque en el banco siempre se ataba a los chicos completamente desnudos, quedaban ofrecidas y destacadas, en una posición idónea tanto para azotar al joven como para violarlo.
Dada la especial gravedad de la falta, Don Lope mantuvo a su criado más díscolo y desvergonzado expuesto en el banco de castigo sin anunciar durante cuánto tiempo. Mientras, mandó a Matías, su mayordomo, el único hombre maduro de la casa aparte del amo, que preparara "con paciencia y cariño" un haz de varas recio y adecuado para la ocasión.
Adrián no pudo ver pero sí imaginar la sonrisa de satisfacción de Matías, un gran amante de la técnica de lo que los anglosajones denominan "birch", un haz de tres o cuatro varas de madera unidas y enlazadas formando un único instrumento de castigo. El mayordomo había sido de los afortunados instruidos en el arte de seleccionar las ramas de árbol adecuadas, acondicionarlas eliminando con cuidado los salientes, nudos y protuberancias, recortándolas para proporcionar a todas la misma longitud, ponerlas en remojo para aumentar su flexibilidad, y unirlas en una especie de trenza. El haz de varas había sido en su momento todo un descubrimiento para Don Lope, que escuchó con mucho interés las explicaciones de su mayordomo respecto a su elaboración y su gran efectividad e impacto, que lo hacía idóneo para las faltas más graves de los jóvenes.
Aproxidamente un par de horas más tarde, aunque Adrián, desnudo y amordazado en el banco de castigo, no tenía noción del tiempo y no pudo calcularlo hasta que se lo relataron posteriormente, el mayordomo presentó ante Don Lope un estupendo haz de cuatro varas para ser utilizado en las nalgas desnudas del que hasta entonces había sido el criado favorito del amo. Todo el personal de la casa, un total de seis jóvenes sirvientes, además de Matías, fue convocado para presenciar el castigo. Cuando uno de los criados retiró la mordaza de la boca de Adrián, este, que ya conocía las tradiciones de la casa, supo que era porque su castigo iba a tener lugar. Al amo le gustaba oír los quejidos de los chicos cuando los azotaban.
Este tipo de correctivos formales eran bastante diferentes de las azotainas habituales en la casa, en las que el amo o Matías colocaban al joven infractor sobre sus rodillas y les bajaban los pantalones y los calzoncillos mientras le regañaban. El ambiente familiar y hogareño de este tipo de zurras paternales se veía reemplazado en las grandes faltas de disciplina por una atmósfera judicial y formal; Don Lope sacudió las ramas en el aire con expresión severa, desplazando la atención de los asistentes del hermoso y redondo culo desnudo de Adrián, colocado en posición central en la habituación y destacado por el banco de castigo.
Tras comprobar la flexibilidad del instrumento, el amo lo acercó a las nalgas del joven para calcular mejor el ángulo de impacto y la fuerza que debía aplicar. Los otros criados presenciaban el ritual con una mezcla de deseo y de temor al pensar que ellos mismos podrían encontrarse, y de hecho algunos de ellos se habían encontrado en el pasado, en la misma posición que su compañero. Así se sentía habitualmente Adrián cuando lo convocaban para presenciar el castigo de algún otro joven sirviente de la casa. En el caso de Matías, aunque estaba consternado por la noticia del embarazo de la hija del amo, le complacía, y secretamente le excitaba, tener la ocasión de presenciar unos azotes con el haz de varas sobre uno de los culos más deseables de la casa.
Tras un breve silbido al cortar el aire, el instrumento golpeó las nalgas desnudas e indefensas del joven, que no pudo evitar proferir un agudo quejido. Unos segundos más tarde, un sinfín de pequeñas marcas enrojecieron la mitad inferior de sus glúteos. A pesar de su amplia experiencia de años siendo azotado regularmente en la piel desnuda, la intensidad y la quemazón de cuatro ramas impactando sobre sus nalgas sorprendieron a Adrián, que pensaba que su trasero había probado ya todos los instrumentos de castigo habidos y por haber.
El segundo azote intensificó el enrojecimiento de la piel, que abarcaba ya la práctica totalidad de la superficie de las nalgas del joven. En esta ocasión el quejido se retrasó un poco tras el chasquido del golpe, pero fue un aullido mucho más prolongado. El ardor era diferente a cualquier castigo de los experimentados por el joven, y la sensación de que nunca podría volver a sentarse le llenó los ojos de lágrimas.
El tercer golpe desencadenó el llanto de Adrián, lo cual produjo una honda impresión en criados que llevaban menos tiempo que él en la casa y tenían las nalgas mucho menos curtidas; Matías, por su parte, notó el endurecimiento de su miembro ante el tono casi púrpura de algunos puntos de las nalgas del joven. El respeto ante un castigo intenso y solemne y la excitación erótica se entremezclaron en los asistentes mientras se sucedían los azotes y el joven castigado emitía balbuceos incoherentes y se retorcía sujetado por las ligaduras que no le permitían incorporarse del banco.
Fueron finalmente diez los golpes administrados, tras los cuales toda la piel de Adrián, desde el comienzo de las nalgas hasta la mitad inferior de los muslos, mostraba un color rojo oscuro y una densa trama de líneas horizontales que habían dejado un sinfín de puntos morados debido a pequeños hematomas. Pasarían varios días antes de que el joven, que tardó un rato considerable en relajar su cuerpo y dejar de emitir sollozos y pequeños aullidos de dolor, se pudiera sentar con normalidad.
En el momento de escribir esta larga carta a su antiguo amo, el sirviente todavía mostraba una gran sensibilidad en toda la región glútea, que se mantenía aun ligeramente enrojecida, y recibía los cuidados de Matías, que le administraba diariamente una crema. También su futuro suegro se preocupaba por su estado y le hacía desnudar y mostrarle sus nalgas con frecuencia para revisar su recuperación.
Justo al finalizar la lectura, el Padre Julián llamó a la puerta de la celda de Horacio. Venía acompañado de Tristán, desnudo, maniatado y con una mordaza en la boca, puesto que ya había finalizado su tiempo de castigo. Tras agradecerle su atención y esperar a que se retirara, el entrenador, sumamente excitado por el relato sobre el castigo de Tristán, desligó las muñecas del joven, pero solo para sujetar a continuación cada una de ellas a una de las patas delanteras de la única cama de la celda, que ambos compartían y donde lo obligó a acostarse boca abajo. Tras las muñecas, fueron los tobillos del muchacho los que se vieron ligados a la cama, esta vez a las patas traseras. Sujeto por sus cuatro extremidades, sin opción de moverse ni de hablar, puesto que continuaba amordazado, notó como su entrenador se colocaba encima de él, liberaba su miembro, presa de una considerable erección, y por primera vez se introdujo dentro de él con un ímpetu que intentó controlar en la medida de lo posible.
Acostumbrado a recibir los fríos y estáticos dilatadores, notar en su interior el miembro caliente del hombre, que entraba y salía continuamente de entre sus nalgas todavía enrojecidas y muy sensibles, fue una experiencia intensa y en cierto sentido más humana para el joven, que sabía que en ese momento estaba cruzando una línea que suponía un antes y un después, y que a partir de entonces tendría que satisfacer a su entrenador y a otros hombres no solo con su boca.
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Un rato más tarde, mientras Tristán descansaba de todas las emociones del día, Horacio fue a visitar al abad para informarle de que el joven había pasado, de manera muy satisfactoria, la última prueba con la que se podía dar su entrenamiento por finalizado.
- Su sumisión ha sido total, padre, y mi experiencia no podría haber resultado más placentera.
- Me alegro mucho, Horacio. Por cierto, ¿qué tal tu culo? ¿Recuperado ya de tu castigo? Muestrámelo, por favor.
El entrenador obedeció; se inclinó para favorecer la inspección por parte del abad de sus nalgas, no solo visual sino también táctil.
- Estupendo. No solo que te estés recuperando y apenas tengas ya la piel enrojecida, sino que Tristán esté listo para ser presentado a su futuro amo.
- ¿Ya está decidido a quién va a ser entregado, padre?
- Primero tendrá que conocer al chico y ver si es de su agrado, lo cual doy por hecho. Se trata de un caballero muy importante, uno de nuestros mejores clientes. Don Lope, precisamente al amo de Adrián, al que va a perder como criado debido a su próximo matrimonio y que necesitará reemplazarlo.