Con años de retraso, que no voy a intentar justificar, por fin he continuado la historia de Tristán, que había dejado inacabada después de 6 episodios hace años. Por favor creedme si os digo que durante todo este tiempo nunca he dejado de tener en la cabeza que algún día continuaría el relato; he tardado muchísimo, no tengo ni idea de si alguien a estas alturas querrá molestarse en leer la continuación, pero yo sí necesitaba que la historia no se quedara a medias. Muchas gracias, y disculpas, a los lectores que durante este tiempo me han pedido que la prosiguiera.
Antes del nuevo episodio, aclaro que la inspiración para este relato me la dio la literatura del siglo XIX y que se trata de un homenaje a mi escritor favorito, Benito Pérez Galdós, y a su obra Tristana; de ahí el nombre del protagonista, y también he llamado a otros personajes de la historia con nombres sacados del elenco de esa novela, como Horacio y Don Lope.
En la sociedad descrita en las novelas de Galdós, y de muchos otros escritores españoles y extranjeros de esa época, los caballeros solteros o viudos tenían con frecuencia sirvientes masculinos jóvenes que ocupaban un puesto especial entre su servidumbre, por tener un trato muy próximo con sus amos, y por ejercer funciones variadas de camareros, secretarios, recaderos, ayudantes de cámara, etc. Que los chicos recibieran castigos corporales de sus amos era algo frecuente, descrito en varias novelas de la época, algunas del mismo Galdós; mi mente calenturienta no puede evitar preguntarse además, por una parte, si en ocasiones los amos, los chicos o ambas partes se excitarían con estos castigos, y por otra si los chicos ofrecían además otro tipo de servicios personales a sus amos y/o si estos se los demandaban. Estas divagaciones fueron dando forma en mi cabeza al relato de Tristán, cuya continuación os ofrezco ya, sin más rollo previo.
Tristán. Episodio 7: Adrián
Resumen de episodios anteriores: Tristán es un joven sometido a entrenamiento en una abadía religiosa con el objetivo de hacer de él un criado sumiso y ponerlo a servir a algún caballero de buena posición. Es tutorizado por Horacio, el monitor de rugby de la abadía, y en el episodio anterior recibió un castigo severo por haberse rebelado durante una revisión médica; también Horacio fue azotado por el abad al considerársele responsable de la falta de disciplina de su pupilo. Estas incidencias han impedido al entrenador leer la carta de su antiguo pupilo Adrián, cuya boda le han anunciado recientemente y que había tenido anteriormente como amo al padre de Tristán.
El ardor de un par de azotes en sus nalgas todavía doloridas cortó de golpe el forcejo, inútil por otra parte, con el que Tristán intentaba revelarse contra sus ataduras. Horacio sonrió y miró con complicidad al Padre Julián, que era quien había aplicado el correctivo tras unir mediante una soga las muñecas y los tobillos del joven, que yacía desnudo boca abajo sobre una plancha de madera elevada a un metro del suelo, con la parte superior de la espalda, el trasero y la mitad superior de los muslos todavía enrojecidos.
Una mordaza le impedía quejarse en voz alta y la inmovilidad producida por las cuerdas, que también unían el collar que rodeaba su cuello con las manos y los pies, impidiéndole desplazarse o cambiar su postura, le obligaba a contemplar al compañero de su edad que había sido azotado conjuntamente con él y que se encontraba sujeto de la misma forma y obligado a su vez a mirarle. Cuando pensaba que su incomodidad y su humillación no podían ir a más, notó como le introducían, por el lugar acostumbrado, un dilatador ante la mirada del otro muchacho castigado, que también había sido sometido al mismo tratamiento.
Atados, azotados, con boca y ano bien taponados, y por supuesto con sus genitales constreñidos por una jaula de castidad, los jóvenes debían permanecer en esa posición en el jardín de la Abadía ante la vista de los religiosos que paseaban por allí y que no dejaban de elogiar el bonito espectáculo que suponían aquellos cuerpos desnudos, jóvenes y debidamente castigados.
La introducción del dilatador había sido la guinda que colmaba la excitación de Horacio ante aquella hermosa escena. Tras complacerse en la contemplación e intercambiar una charla cordial pero intrascendente con el Padre Julián, este último le confirmó que se quedaba al cargo de los jóvenes, a los que mantendría en aquella posición durante una hora para luego modificar su postura y hacerles adoptar alguna otra igualmente humillante; el castigo de los dos muchachos se mantendría, con variaciones en la posición y en el tipo de ataduras y sujeciones empleadas, a lo largo de toda la mañana. El entrenador quedaba libre, y se despidió amablemente con la intención de leer a solas en su celda, con la intimidad que le parecía que el motivo requería, la carta de Adrián que todavía tenía pendiente.
De camino a su celda, se cruzó con el abad, lo cual le hizo llevarse instintivamente la mano a las nalgas, que no estaban ya calientes pero sí todavía sensibles.
- Buenos días, padre.
- Buenos días, Horacio. ¿Cómo va el entrenamiento de Tristán?
- Diría que bien a pesar del último castigo, padre. De hecho ha aguantado con gran dignidad esta última corrección más severa.
- Y, además de la disciplina, ¿ya sabe complacer a un hombre correctamente?
- Ejem, ha desarrollado enormemente sus habilidades orales, padre. Me lo ha demostrado esta misma noche -El entrenador estaba sorprendido de lo directo de la pregunta.
- Así que está bien entrenado para dar placer con la boca. ¿Y respecto a la otra vía?
- Esto .... El entrenamiento con dilatadores ya está también muy avanzado, padre. Debería ser capaz ya de complacer plenamente a un hombre, al menos de una dotación que no se salga demasiado de lo común.
- Perfecto. Asegúrate de que es así porque tengo disponible a un muy buen amo al que se lo quiero recomendar.
- De acuerdo, padre.
La franqueza del abad le había desconcertado; supuestamente los adiestradores no podían penetrar a sus chicos pero era una práctica habitual que lo hicieran para dárselos a su futuro amo perfectamente entrenados para proporcionarles placer desde el primer día. Lo que ya no era tan habitual era que el propio abad lo reconociera, aunque solo fuera de manera oral y oficiosa.
Pero el hecho es que le acababa de dar permiso para poner fin a la virginidad del orificio más privado del cuerpo de Tristán y hacer al joven completamente suyo, aunque solo para para cedérselo a continuación a otro hombre. De no haber tenido la carta de Adrián en la cabeza, se había preguntado qué caballero sería el que estaba en la mente del abad. Desde luego debía ser uno de los principales benefactores de la abadía; era un símbolo de distinción reservado a muy pocos caballeros el que se les ofreciera directamente un muchacho sin tener que pujar por él en competencia con otros postores en una subasta.
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La carta era larga y muy detallada. Empezaba por recordar el último encuentro casual entre Horacio y su antiguo pupilo, cuando habían coincidido en la calle y al entrenador se le fue la mirada hacia dos bonitos traseros enmarcados en ceñidísimos e idénticos pantalones cortos, o más bien extremadamente cortos. Evidentemente los dos jóvenes pertenecían al mismo amo y usaban el uniforme de la casa; el más atrevido que había visto nunca Horacio en cuanto a mostrar la sumisión y la disponibilidad de los chicos. No es que la pernera fuera extremadamente corta, lo cual era habitual en los uniformes de los sirvientes en las casas de todos los caballeros distinguidos de la zona, sino que no existía pernera y el bordillo del pantalón dejaba una pequeña porción de las nalgas al descubierto, evidenciando, por el enrojecimiento claramente visible de la parte inferior de la nalga y la superior del muslo, que ambos muchachos habían sido azotados recientemente, aunque uno de ellos con mayor intensidad o tal vez hacía menos tiempo, ya que el tono de la piel era de un rojo más intenso frente al casi rosado del otro.
Precisamente el joven en el que la señal de unos azotes recientes era más marcada se inclinó para atarse el cordón del zapato. A Horacio le complació enormemente ver la acusada elasticidad del mini pantalón, que rápidamente se elevó exponiendo al público que pasaba por la calle aproxidamente la mitad de las redondas y bien coloradas nalgas del joven. El entrenador no pudo evitar detenerse de manera un tanto brusca para contemplar el atractivo espectáculo cuando el joven, al agacharse y mirar hacia atrás, notó la atención que recibía por su parte. Reconociéndolo, se dio la vuelta con una gran sonrisa.
La agradable sorpresa de ver a su antiguo protegido provocó una espontánea oleada de afecto en Horacio, que abrió sus brazos a los que Adrián corrió llamando la atención y provocando otra sonrisa en su compañero, algo más joven que él y también muy atractivo. El entrenador comprobó que seguía sin costarle nada levantar a Adrián en peso mientras se fundía en un abrazo con él, acompañado de unas palmadas en la mitad inferior de las nalgas, que seguía desnuda ya que el minipantalón no había recuperado su forma inicial. Durante ese breve contacto con las carnes desnudas no dejó de percibir el calor que todavía emanaba del trasero del muchacho, que seguía siendo, por otra parte, tan suave y carnoso como lo recordaba.
El joven le puso al día rápidamente del servicio que prestaba desde hacía más de un año en casa de Don Lope, uno de los caballeros más respetados de la ciudad, tras haber tenido que revenderlo su amo anterior, el padre de Tristán, aunque eso evidentemente lo desconocía Horacio en aquel momento, por su falta de medios para mantener servicio en la casa. Falta de medios que acabaría desembocando en la reciente venta de Tristán a la abadía.
No era sorprendente que fuera Don Lope una vez más el pionero en cualquier innovación referida a la sumisión y el castigo de los jóvenes que servían en su casa y se hubiera prestado a aquel atrevido diseño de uniforme, sin duda ocurrencia de los padres de la abadía. Adrián intentó bajarse el minipantalón en la medida de lo posible y reducir en lo que pudo la porción de sus nalgas que quedaba expuesta a la vista del viandante. La mayoría de los caballeros de cierta edad que pasaban por la calle, de hecho, moderaba el paso al acercarse a los chicos, visiblemente complacidos con lo que veían.
Horacio llevó al joven hacia una esquina un poco más apartada para hablar con él sin tanta atención de terceros. La mano con la que lo había agarrado por la cintura no tardó en tirar del minipantalón comprobando su gran elasticidad; toda la mitad inferior de las nalgas de Adrián volvió a quedar descubierta y la mano curiosa de su antiguo entrenador se desplazó hacia abajo para acariciar y palpar una carne que no podía evitar seguir considerando que le pertenecía en cierta manera. Tras ponerle al día de su buena situación en casa de Don Lope, el joven le recordó que debía llevar a cabo unos recados en compañía del compañero que le estaba esperando y se despidió de Horacio con un beso en los labios que a este último le pareció muy corto.
El relato de Adrián se movía desde este último encuentro al primero, cuando el muchacho formaba parte del equipo juvenil de rugby al que Horacio entrenaba y una tarde se quedó rezagado en el vestuario. Al ir a apagar las luces y cerrar, el entrenador se sorprendió al encontrarse a uno de los chicos dentro. La expresión del joven delataba que no se había quedado allí por encontrarse indispuesto ni por ninguna causa justificada, así que rápidamente se vio cogido de la oreja y arrastrado por la fuerte y dolorosa pinza formada por el pulgar y el índide del entrenador.
-¿Qué andas haciendo tú aquí? Teníais que haberos ido todos hace rato.
- Aaaah, yo ..... Aaaah.
- Te vas a enterar, chaval.
Horacio arrastró al joven hasta la silla que utilizaba si necesitaba sentarse durante los entrenamientos, y que no pocas veces utilizaba para castigar a algún jugador como iba a ocurrir ahora. Lo colocó con agilidad sobre sus rodillas y comenzó a propinarle azotes en el trasero.
La fuerza de la mano del entrenador sorprendió a Adrián, que nunca había recibido un castigo corporal durante los entrenamientos del equipo y que hasta entonces había pensado que sus compañeros más transgresores de las normas exageraban al reaccionar a los azotes, un correctivo muy utilizado por Horacio y recibido casi siempre con risas y comentarios jocosos por parte de los jugadores que no se encontraban sobre las rodillas del mister. Los impactos de la mano quemaban sus nalgas, más aun cuando tras los primeros azotes el pantalón del uniforme de deporte se vio empujado de manera brusca hasta los tobillos del joven. Adrián no habría sabido decir si el encontrarse desnudo de cintura para abajo le daba más vergüenza que el no poder evitar aullar de dolor y patalear de una manera impropia para un joven de 19 años.
Que el muchacho no llevara calzoncillos sorprendió a Horacio, pero para nada lo apartó de su objetivo de castigar con cierta severidad una infracción que hacía tiempo que se había propuesto erradicar. Con relativa frecuencia algunos jugadores se hacían los remolones en el vestuario y nunca con buena intención; masturbarse, liar porros o conspirar para gastar alguna broma pesada a un compañero eran solo algunas de las fechorías que el entrenador había abortado con un método ampliamente advertido a todo el equipo.
Adrián sabía que se arriesgaba a una azotaina si se quedaba en el vestuario después de finalizar el entrenamiento, pero estaba dispuesto a correr el riesgo con tal de atraer la atención del entrenador y dejar de ser un componente anónimo del equipo. Eso sí, había menospreciado, y mucho, el ardor producido por los azotes. Aunque el castigo duró unos pocos minutos, la percepción del tiempo del joven era muy distinta de la realidad, así como la sensación de que estaban desollando o triturando sus nalgas.
La realidad era que la piel que envolvía sus glúteos no presentaba ningún moratón, pero sí un tono rojo intenso que satisfizo al entrenador, el cual dio el castigo por concluido. Al masajear afectuosamente el trasero del joven, que seguía emitiendo unos lamentos que le hicieron sonreír, advirtió la redondez y la estupenda conformación de las nalgas de Adrián; se preguntó como es que apenas prestado atención al chico antes. Lo ayudó a ponerse de pie y a recomponerse, percibiendo entonces la belleza del rostro del muchacho, que, aunque le era familiar, parecía descubrir por primera vez.
Los mohines del joven, sus ojos enrojecidos, la forma en que se llevó las manos a las nalgas ardientes, el ser inconsciente de su desnudez ante un hombre más mayor y no intentar taparse, componían un conjunto tan inocente y tan atractivo que Horacio no se apartó cuando el chico acercó su boca a la suya. Se sentó de nuevo en la silla, pero en esta ocasión para sentar a su vez al joven en su regazo y besarlo y acariciarlo alternando la suavidad y la brusquedad de una forma que provocó una dura erección en ambos.
Horacio se llevó al joven a su casa esa misma noche y a partir de ese momento ambos fueron inseparables. Para evitar posibles conflictos con otros jugadores, Adrián dejó el equipo, en el que tampoco había sido nunca demasiado brillante, y se empleó como sirviente en casa de su antiguo entrenador. Este último nunca había tenido un ayudante ni tampoco un amante masculino, pero el descubrimiento de su rol de amo, tanto dentro como fuera de la cama que compartía con el chico, constituyó toda una epifanía; no se había imaginado todo el placer que le podía proporcionar el extender a su vida doméstica el rol dominante que ejercía con los jóvenes del equipo de rugby.
De manera complementaria, Adrián, por su parte, se sintió enormemente realizado al explorar su sumisión ante un hombre más fuerte, experimentado y de mayor edad. La inquietud y la ansiedad que habían protagonizado su adolescencia se desvanecieron en los brazos de su amo, maestro y amante. Se abrió ante él un abanico de opciones cada vez más amplio: unos días disfrutaba mostrándose dócil, otras travieso, a veces dulce, a veces rebelde, en unas ocasiones inocente y en otras coqueto y sexualizado. Lo cual desencadenaba a su vez diferentes roles complementarios en Horacio, que iban desde el paternalismo al control autoritario y desde el amante tierno al violador.
Ninguno de los dos tuvo nunca claro quién introdujo al otro en la idea de que los azotes, además de un castigo eficaz y de una muestra de cariño con un matiz de autoridad, que eran como el entrenador los usaba con los jugadores del equipo, tenían un gran potencial erótico que se podía explorar con juguetes domésticos, como una chancla de suela rígida o un cepillo de madera, o con otros más especializados, como las varas, las palas o las fustas. Casi al mismo tiempo que las azotainas eróticas, fueron explorando juntos la inmovilidad, otro terreno que resultó ser otra fuente inagotable de satisfacción. De agarrar con fuerza el entrenador las muñecas de Adrián para impedirle usar sus brazos, incrementando la indefensión y con ello el placer del chico, enseguida pasaron a emplear cuerdas, sogas y mordazas. La idea de un sirviente sumiso al que se impedía hablar, dejando su boca sin más finalidad que ser penetrada para el placer del amo, resultaba irresistiblemente sensual para ambos.
La carta llenó la memoria de Horacio de los momentos especiales que había vivido junto a su sirviente: las noches tranquilas en casa con Adrián echado sobre sus rodillas desnudo y dejándose acariciar como un gatito, la sumisión completa con la que el joven ponía su boca a trabajar si su amo se abría la bragueta, y la entrega total del sirviente cuando, en cualquier momento o lugar, su amo se excitaba y, sin mediar palabra, le hacía doblarse hacia delante o tumbarse para penetrarlo.
Era evidente que se encontraba en su lugar obedeciendo; las muy pocas veces que rechazó satisfacer una erección de su amo, o ser atado o azotado, habían sido por cuestiones puntuales de salud o malestar muy justificados. De lo contrario, el "no" no formaba parte de su vocabulario ni de su actitud. Se sentía a gusto complaciendo a su hombre y siendo su objeto de deseo; se sentía casi orgulloso al notar la excitación que producía en su amo y el sobeteo lascivo derivado de esta, una mano fuerte que se introducía bajo su ropa, recorría su cuerpo y se detenía en sus nalgas, sus muslos o sus pezones, al mismo tiempo que notaba una boca que chupaba o mordisqueaba su cuello o sus orejas.
El amo decidía sobre su vestuario y seleccionaba o le proporcionaba ropa que fuera fácil de quitar o de bajar, sobre todo la de cintura para abajo; esto era de suma utilidad tanto para los castigos que se le imponían como para los servicios de carácter íntimo que Adrián proporcionaba gustoso siempre que se le requiriera. Una fuerte erección surgió en Horacio al recordar muchos momentos íntimos de dominación y de placer, de caricias y de azotes.
Pero Adrián era ambicioso, sabía que la juventud y la belleza no duraban siempre, entre otras cosas porque su amo era el primero en recordárselo y aconsejarle, y, una vez iniciado en la sumisión, buscaba ofrecerse a hombres más maduros que pudieran ofrecerle un futuro y no seguir siendo una carga para Horacio, cuya posición económica no le permitía realmente contar con un servicio doméstico. Con gran sutileza, habló con el Abad a espaldas de su amo para que le consiguiera una buena posición, primero en casa de un señor relativamente adinerado, que el entrenador había descubierto que no había sido otro que el padre de Tristán; más tarde, cuando este último sufrió un revés económico considerable, en la casa de Don Lope. Allí el muy pillín había conseguido la atención de la hija de su amo; una relación por supuesto no tolerada por este hasta que había desembocado en un embarazo no deseado.
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